Escándalos tácitos
EL INFORME interno sobre el caso Naseiro elaborado por Alberto Ruiz Gallardón a propuesta del presidente del Partido Popular (PP), José María Aznar, tiene en primer lugar el mérito de existir. Aznar demostró reflejos al realizar tal encargo, con la esperanza de que la opinión pública apreciase el contraste entre ese gesto y la resistencia de los socialistas a adoptar iniciativas similares respecto al escándalo de Juan Guerra. Dicho esto, esperar que el informe fuera más allá de lo que para la opinión pública son evidencias era probablemente demasiado. No era posible, en efecto, negar que algunos dirigentes señalados del PP recaudaron o intentaron recaudar fondos mediante el cobro de dinero a empresas que aspiraban a determinadas concesiones administrativas. Tampoco lo era ignorar el hecho de que, según se revela en las pruebas incluidas en el sumario, existía en el seno del PP un grupo de presión con fines poco claros. Pero la investigación no avanza un milímetro respecto a las consecuencias lógicas que se derivan de esas evidencias, limitándose a negar con energía cualquier conocimiento de los hechos por parte de Fraga y Aznar y a asegurar que las irregularidades observadas no formaban parte de la estructura de financiación del PP.Es posible que Aznar, recién llegado a la presidencia, desconociera las operaciones concretas en que andaban Palop, Naseiro y compañía. Pero resulta bastante increíble que operaciones similares, a las reveladas por la investigación no formasen parte del cuadro de acciones impulsadas o autorizadas por la cúpula del PP para su financiación. Al especificar que esas operaciones en concreto eran desconocidas y que, por tanto, no habían sido ordenadas o consentidas -pese a que Sanchís ha declarado que Fraga y Aznar estaban al tanto de sus gestiones-, el informe se sitúa en el terreno del tacitismo, tan apreciado por Enrique Tierno. No se afirma formalmente, pero se admite implícitamente, en un código de sobreentendidos, aquello que se infiere de lo que se dice: que el PP se financia como los demás. Y que desconocer estos casos no significa ignorar otros parecidos.
La ausencia de pruebas bastará probablemente para librar a Aznar de implicaciones procesales. Pero la responsabilidad política es más dificil de esquivar. Especialmente si se admite la argumentación de Francisco Alvárez Cascos en el debate parlamentario sobre el caso de Juan Guerra. En opinión del secretario general del PP, la dimisión de Alfonso Guerra era una exigencia inexcusable derivada de su responsabilidad en la desacertada elección de cargos de confianza (culpa in eligendo) y de su negligencia en la vigilancia de las actuaciones de esas personas (culpa in vigilando). En otras palabras: suponer que Aznar no estaba al tanto de los métodos utilizados por su recién confirmado responsable de finanzas y otros íntimos colaboradores suyos para captar fondos destinados a financiar al PP resulta tan increíble como pensar que Alfonso Guerra ignorara la relación entre el súbito enriquecimiento de su hermano y la utilización de un despacho oficial por él facilitado.
Ambos escándalos están produciendo un serio deterioro del sistema. En España hay al menos el mismo aprecio por la democracia que en cualquier otro país de Europa occidental, pero aquí -y ahora también en Francia- ese aprecio es compatible con un profundo descrédito de los partidos que vertebran el sistema. Y también como en Francia, el concubinato entre el dinero y la política, relacionado con la financiación de los partidos, es la causa fundamental de ese descrédito. Entre otras cosas, porque al amparo de esa financiación proliferan los aprovechados que se enriquecen en operaciones incontroladas pero tácitamente consentidas como pago a tan innoble tarea. Desde luego, no merece el mismo grado de consideración moral quien se mete el dinero al bolsillo que quien se limita a canalizarlo hacia su partido. Pero más discutible resulta que una distinción moral similar pueda establecerse entre quienes directamente se manchan las manos y quienes reciben, sin preguntar por su origen, los cheques.
Con todo, algunos efectos beneficiosos pudieran derivarse de estos escándalos. Que los conservadores españoles se hayan convertido en abanderados de la defensa de las garantías civiles y en impulsores de un código de comportamiento privado de los representantes públicos es algo de lo que felicitarse. Como lo es el que, merced a la difusión del mecanismo recaudador, se haya conseguido poner coto -al menos por una temporada- a esa forma de extorsión disfrazada de comisiones que encarece las obras públicas. Y sobre todo, que el desvelamiento de lo que todos sabían pero fingían ignorar haya suscitado razonables iniciativas orientadas a modificar a la baja los costes de las campañas electorales y, más genéricamente, los imponentes gastos, no fiscalizados por las bases, de los partidos políticos.
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