_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El espejo fances

Lluís Bassets

Francia se halla, desde hace unos meses, en uno de los momentos más extraños y preocupantes de su reciente historia política. La V República nunca había pasado horas tan bajas desde mayo de 1968, momento en que los ímpetus juveniles desbordaron el conformismo de una sociedad demasiado vieja y mediocre hasta poner contra las cuerdas al Gobierno y al presidente. Estrictamente, no hay ahora ninguna mala noticia o razón realmente objetiva en el origen del clima pesimista francés. Su economía se porta más bien que mal y contará incluso con un margen para recuperar el tiempo perdido respecto al rival y vecino alemán, concentrado en el pago de la factura de la unidad entre las dos repúblicas hermanas. Su Gobierno, presidido por Michel Rocard, un loser de toda la vida que al fin cosecha éxitos y se halla en la cumbre de la popularidad respecto a todos sus rivales, ha demostrado una estabilidad envidiable respecto a anteriores Gobiernos de la República. Y el presidente François Mitterrand enfila la década de su reinado en una posición de reconocido prestigio internacional, cuya apoteosis se materializó en los enormes fastos de celebración del Bicentenario de la Revolución Francesa en julio de 1989.Aquella ocasión, en que el presidente de la República reunió en una cumbre a los grandes de este mundo, quiso expresar la esperanza francesa en un futuro en el que la vieja nación europea, amada y odiada por tantas cosas, jugaría un papel decisivo, casi central. Ahí estaba, como decorado del Bicentenari en permanente reforma, la maravilla arquitectónica y museográfica que es París, sin competencia alguna ni parangón en lo que a monumentalidad, atractivo turístico y fulgor internacional se refiere. Las obras públicas promovidas por os tres últimos presidentes de la República, transmutados en émulos de los faraones, sobran y bastan para compensar modas, coyunturas o el soplo sinuoso del viento de la creatividad sobre este u aquel ámbito del planeta. La moda de Nueva York ha pasado, pasó también la más efímera de Madrid, pasará la de Barcelona y tendrá algo más de perennidad la que se avecina con Berlín, pero, como en Casablanca, "siempre nos quedará París". Gracias, entre otras cosas, a la lluvia de millones prodigada desde la presidencia de la República.

El Bicentenario, ocasión para lucir las últimas joyas parisienses (el Cubo de la Defense, la Pirámide del Louvre y la ópera de la Bastilla), fue también momento especialmente brillante para la ideología francesa surgida de la revolución, una ideología que, a pesar de su carácter nacional, se halla en la raíz de la cultura occidental. Nadie podía sospechar que, apenas un año después, una nueva revolución iba a poner cabeza para abajo todo el saber adquirido en cuestión de revoluciones, de libertad, de fraternidad y sobre todo de igualdad. También cabeza para abajo iba a quedar, ha quedado ya, la vocación francesa de hacer perdurar su dificil y a veces ilusoria hegemonía ante el ímpetu alemán de la unificación y la reaparición de un auténtico continente en la Europa central, en el mundo eslavo y en Asia central.

El gusano de una amarga e inconfesable depresión corroe la conciencia francesa. "Siempre nos quedara París", de acuerdo. ¿Pero seguirá Francia siendo Francia? En las últimas décadas, ha ido detrás de Alemania en crecimiento económico, en control de la inflación y en exportaciones, y demasiado por delante en déficit exterior, pero ha compensado su complejo de inferioridad económica con el arma nuclear, su peculiar posición independiente dentro del dispositivo de defensa occidental y su política exterior, en la que cuenta su condición de último imperio ultramarino, a pesar de que los restos coloniales estén compuestos propiamente por un multicolor confeti insular. En la competencia franco-alemana, la seriedad de la economía se ha inclinado siempre hacia el Este, mientras que la ilusión de la diplomacia, el caracoleo político o los gestos de grandeza se han inclinado hacia el Oeste. De ahí el protagonismo francés en las iniciativas más imaginativas de la construcción europea. Dos son las principales bazas: una ciudad, París, suficiente para deslumbrar a cualquiera, y un soberbio teatro de sombras donde un genio de las artes, el presidente de la República, se esfuerza por convertir los delirios de grandeza y las nostalgias pasadas en nuevas realidades sólidas y creíbles.

Esta escenografía de la grandeur, conjurada por el antagonista de De Gaulle que fue François Mitterrand, tiene como objetivo aplacar el dolor de la depresión francesa, e ilusionar a sus ciudadanos con una alternativa aceptable, como es la unidad europea. El viejo nacionalismo, encarnado por Le Pen, esgrime la superioridad cultural, religiosa y racial de lo francés y se ensueña en la historia perdida de la Francia imperial y colonial. El nuevo nacionalismo, que se extiende por todo el arco ideológico francés y se asienta con especial fuerza en el neogaullismo de Jacques Chirac, funciona como ideología del reto: Francia debe encabezar la construcción europea, convertirse en su motor y en su núcleo, y los franceses adquirir un rango similar al de los pioneros americanos de Nueva Inglaterra, proporcionando sus ideas surgidas de la Ilustración y de la Revolución a la nueva ideología europea.

De ahí el pavor francés ante la unidad alemana, que excita al viejo nacionalismo y pone en duda el nuevo. La obsesión demográfica, que ha llevado a las políticas natalistas más persistentes y eficaces de Europa, queda ridiculizada ahora ante el peso súbito de la nación vecina. El retraso económico, y sobre todo comercial, amenaza con convertirse en un abismo infranqueable, principalmente porque Europa central vuelve a ser una región donde se negocia y se trafica en alemán. El protagonismo en la escena comunitaria le corresponde ahora a esta nación renovada que promete constituir el cuerpo central de la futura gran nación europea. Todo lo que pudiera ser motivo de un hipotético orgullo nacional francés amenaza ruina en la medida en que la unidad alemana se hace realidad. Ésta es la pura y simple cuestión que casi nadie se atreve a confesar. Entre otras razones, porque los franceses son los primeros en saber que la unidad alemana será peligrosa en la medida en que sea percibida y caracterizada como peligrosa por sus vecinos.Esta angustia francesa halla otras calas donde anidar: la tremenda caída de popularidad del presidente de la República, en el preciso momento en que Mitterrand aparece acaso como la última referencia; la ley de amnistía para los delitos vinculados a la financiación de los partidos políticos, con las perversas consecuencias que comporta la aparición de una justicia de doble moral, una para los políticos y otra para el resto de los ciudadanos; las divisiones cainitas que sufre el Partido Socialista, en correlato con las divisiones igualmente irreconciliables en la derecha; la consolidación y crecimiento de la extrema derecha xenófoba y racista de Jean-Marie Le Pen; o el temor a la inmigración, espoleado por el lepenismo, pero compartido de forma inconfesada por un amplio registro de ideologías y sectores sociales, como expresión de una comunidad que tiene serias dificultades para imaginar un futuro en el que la religión, las referencias culturales y el color de la piel de la mayoría sean distintos a los actuales.

Todos los países europeos sufren parecidos males: distanciamiento entre las estructuras políticas y la sociedad, deficiente funcionamiento del sistema de representación, extensión de la corrupción en los partidos, resurgir de nacionalismos y fundamentalismos, brotes de racismo, añoranza de épocas idealizadas... Los que no los sufren todavía, los del Este, no tardarán en experimentar enfermedades similares, si es que no han tenido ya abcesos brutales de antisemitismo y de xenofobia. Todos pueden mirarse en el espejo francés, donde se reflejan las luces ambiguas de un país que mira hacia el futuro y desea fervientemente fundirse en Europa y las sombras temblorosas de una nación que no quiere romper el hilo umbilical que la ata al pasado.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_