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¿Europeos?

El director de la agencia Tass en España vino hace pocos días a inquirir mi opinión sobre las perspectivas de la casa común europea: y durante nuestra entrevista tuvimos oportunidad de tocar varios temas, alguno de ellos tan candente como el de las aspiraciones lituanas a la independencia frente a la Unión Soviética. No voy a referirme aquí a éstos, que el rápido curso de los acontecimientos priva muy pronto de actualidad; pero sí quisiera en cambio hacer algunas reflexiones acerca de aquellas más dilatadas y generales perspectivas. Mi visitante y yo concurrimos, por lo pronto, en reconocer la larga perspicacia del general De Gaulle, quien, cuando nadie podía soñar en lo que hace todavía menos de un año hubiera parecido increíble milagro, previó la posibilidad de una Europa unida "desde el Atlántico hasta los Urales", según parece factible ahora ya. Y en cuanto a la Comunidad Europea, en sus dimensiones actuales o acaso ampliada en mayor o menor medida, yo no la encuentro -dije a mi visitantetan problemática como algunos parecen verla. Y me referí, en concreto, a un artículo de un escritor italiano, P. Flores de Arcais, aparecido recientemente en este mismo perlódico bajo el título de Europeos.Piensa ese articulista que la unidad, no sóle. económica, sino también política, de este continente está ya a la vista; pero que "mientras el proyecto Europa parece avanzar a pasos de gigante, aún no se ve aparecer por el horizonte la figura que debería ser protagonista de dicho proceso: el ciudadano europeo". Me parece útil poner a examen algunas de sus apreciaciones. ¿Tendrá razón, por ejemplo, al afirmar que aún no ha aparecido el ciudadano europeo? Veamos: los elementos que entran a componer ese proyecto Europa son aquellos Estados que en este continente habían cuajado como naciones duranle el curso del siglo XIX, y a cuya soberana rivalidad beílgerante puso fin en 1945 la II Guerra Mundial. Cabría preguntar: ¿cómo van a poder sentirse ahora solidarios y unidos sus respectivos súbditos, franceses, ingleses, alemanes, españoles, etcétera, en cuanto ciudadanos europeos dentro de una nueva patria común? El escritor siente desmayo al comprobar que, en estos momentos, "los nacionalismos no estan retrocediendo en absoluto, y la caída del totalitarismo parece más bien enardecerlos a uno y otro lado del muro".

Se advierte ahí, y ello es muy comprensible, su afligida perplejidad ante el espectáculo de bárbaro y cruel fanatismo con que, tan pronto como el hobbesiano Leviathan ha aflojado su control en los países del Este, los grupos étnicos, lingüísticos o religiosos sometidos a su poder comenzaron a rnasacrarse entre sí. De este hecho lamentable parece desprender el autor una conclusión pesimista: la de que aún no están preparadas las gentes para convívÍr pacíficamente dentro de una comunidad civilizada, esto es, amplia, libre y democrática en Europa. Pero tras de esta aprecíacíón pesimista se oculta, sin embargo, en el implícito aún, una cierta especie de expectante optimisrrio, tan ilusorio como, a juicio mío, es infundado su pesimismo, pues todo ello responde, si no me equivoco, a una actitud idealista cerrada frente a realidades básicas con las que, por muy desagradables que sean, resulta indispensable contar en la práctica, si es que se quiere salir adelante. No sucumbamos a la tentación de sospechar que la renuncia por parte del poder público a ejercer la violencia que es monopolio suyo, sólo puede cumplirse a expensas de tolerar una violencia ciega ejercida por grupos privados; pero reconozcamos, sí, que la expectativa de una sociedad de ciudadanos perfectos conviviendo libremente en una perfecta democracia es pura utopía, y que si hubiéramos de esperar a que la educación cívica haya preparado a esa población de perfectos ciudadanos para entonces avanzar en la construcción de Europa, ya podríamos esperar sentados.

Bien considerado el asunto, resulta evidente que, como efecto de los cambios sociales aportados por los avances de la tecnología desde el término de la II Guerra Mundial, los habitantes de Europa se encuentran de hecho mucho mejor preparados hoy para esa convivencia de lo que pudieron haberlo estado hace 45 años. Verdad es que una ideología históricamente agotada y ya trasnochada como es la que inspiró el nacionalismo sirve para recubrir acá y allá el fenómeno escalofriante de la más desenfrenada violencia; pero esa misma violencia se racionaliza en otros casos mediante la invocación de valores religiosos, o bien de tales o cuales agravios; pues en definitiva se trata de justificar de cualquier modo impulsos agresivos que, por lo demás, surgen también a veces en explosiones irracionales sin pretexto alguno. De un modo u otro, la violencia no ha estado nunca ausente del campo histórico, y a los antropólogos compete explicarnos por qué fatalidad. En cuanto al fenómeno del nacionalismo tardío y anacrónico, nunca será demasiado difícil hallar motivos para reivindicar una identidad con el correspondiente derecho a la autodeterminación.

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Innumerables son en Europa los casos de pretensiones tales, y cada grupo colectivo, por minúsculo que sea, puede invocar con orgullo sus señas de identidad frente a los demás. No hay mal en ello; al contrario, será muy saludable que tales autocomplacencias puedan explayarse libremente dentro de la casa común europea, encontrando en su seno un puesto condigno. Cosa distinta es, por supuesto, que los forajidos se aprovechen de pretensiones tales para robar, extorsionar o asesinar, enmascarando así bajo patrióticas insignias su codicia o sus instintos sádicos.

Pero, repito, la transformación social sobrevenida en Europa, y no sólo en Europa, durante los últimos decenios ha hecho que la población se encuentre ya muy bien dispuesta a integrarse en el nuevo orden de la comunidad continental. Quizá los jóvenes no se den cuenta, pues carecen de punto de comparación; pero quien no lo sea recordará sin duda el arraigo incondicional que, antes de la II Guerra Mundial, tenían en el común de las gentes las convicciones y sentimientos vinculados a los Estados nacionales, la fuerte emotividad que sus símbolos despertaban, y a la inversa, la sensación de extrañeza, cuando no de abierta hostilidad, que se experimentaba frente a las demás naciones. Estas recíprocas polarizaciones, si no han desaparecido, se han debilitado mucho, es evidente; y los hombres actuales, sobre todo los jóvenes, tal vez sienten divertida sorpresa cuando de manera ocaslonal se manifiestan ante ellos actitudes que ya se han hecho arcaicas. Lo más corriente hoy es que el europeo se sepa francés, español, alemán, portugués como cuestión de hecho, con toda naturalidad, igual que puede saberse borgoñón o prusiano o murciano o plamontés, sin que la conciencia de serlo suscite en su ánimo contraposiciones automáticas. La reacción registrada en todo el mundo frente al hecho reciente de la unificación alemana, reacción en la que el articulista de referencia quiere ver un síntoma de recurrente nacionalismo constituye para mí, al contrario, la más palmnaria prueba del cambio sobrevenido; pues resulta de veras pasmosa la debilidad de esa reacción, su casi inexistencia, cuando se piensa en las tensiones de preguerra y, en los terrores de la guerra misma, y se observa la pronta y fácil aceptación con que en todas partes se ha acogido el sensacional acontecimiento. Ciertamente, la conciencia de] hombre europeo está preparada para asumir la plena unidad comunitaria.

De seguro, habrán sido múltiples y diversos los factores que han contribuido a este cambio, pero todos ellos pueden quizá cifrarse en la intensificación de las comunicaciones traída por el desarrollo tecnológico y económico. A este desarrollo se debe el que los antiguos Estados nacionales, con cuyo cascarón institucional seguimos manejándonos, al quedarse chicos hayan perdido la soberanía; a este desarrollo se debe la extraordinaria movilidad de la población con sus incesantes contactos; a este desarrollo se debe la instantaneidad y universalidad de la información, que homologa los intereses, estimaciones, gustos y, aficiones de todo el mundo, borrando diferencias culturales... Habrá quienes consideren que todo esto es bueno, y quienes lo consideren malo, pero es un hecho innegable, constitutivo de nuestra presente realidad histórico-social.

Francisco Ayala es escritor y miembro de la Real Academia Española.

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