Gringo amigo
Los panameños, pese a la invasión, ven en la presencia militar norteamericana una garantía de seguridad
ENVIADO ESPECIALLas tropas norteamericanas no son consideradas por los panameños como invasoras, sino como liberadoras, a los cuatro meses y medio de la Operación Justa Causa, que derribó el régimen de Manuel Antonio Noriega al precio de centenares de muertos. El Gobierno del presidente Guillermo Endara se esfuerza, sin conseguirlo, en deshacer la pobre imagen que ofreció al mundo cuando tomó posesión en una base militar de Estados Unidos. La nueva Fuerza Pública, que sustituye a las Fuerzas de Defensa del derrocado dictador, está en la línea de fuego de los ataques de varios jueces, que acusan de corrupción o asesinato a muchos de sus jefes. Y mientras Panamá se esfuerza en ser un país, los barcos siguen cruzando el canal que une el Atlántico y el Pacífico y que constituye el auténtico origen de la crisis.
"Fuera tropas yanquis". "Que se vayan los invasores asesinos". "A luchar por una patria sin gringos". Son las leyendas de algunas de las pancartas exhibidas por los manifestantes del pasado Primero de Mayo. ¿Reflejo de una opinión generalizada en un Panamá invadido el pasado 20 de diciembre por Estados Unidos para derrocar a Manuel Antonio Noriega? Nada de eso. Sólo una mínima excepción. Los que protestan son unos cuantos centenares a los que nadie hace caso, ni siquiera para reprimirlos.Lo cierto es que una encuesta Gallup efectuada hace tan sólo unas semanas reflejaba que la mayoría de la población considera la intervención de los marines como una "acción libertadora" y está de acuerdo en que los gringos sigan en el país del canal hasta que se restablezca totalmente el orden. Más aún, apoya que, después del año 2000, cuando la vía de agua interoceánica pase a manos panameñas, la presencia militar norteamericana se mantenga en unas cuantas bases.
Los taxis llevan pegatinas con una piña (a Noriega se le conocía como Cara Piña) cortada en dos por un machete. Las camisetas que muestran un mapa del país sobre el que se lanzan los paracaidistas enviados por el tío Sam se venden como rosquillas. Pese a la recobrada libertad de prensa, es más difícil encontrar un norieguista que un camello pase por el ojo de una aguja. Si acaso, se vislumbra algún torrijista, aunque también la figura de Omar Torrijos, el líder populista que firmó los tratados con Carter para la devolución del canal, está ahora bajo sospecha.
"No todo el mundo robó", asegura Balbina Herrera, diputada por el torrijista Partido Revolucionario Democrático (PRS) y ex alcaldesa de San Miguelito, una municipalidad de la capital. "Me opongo a que los gringos se paseen por nuestras calles y molesten a nuestras muchachas", asegura, y reivindica que también en el antiguo régimen "había gente sana y honesta".
Una imagen de ladrón
La imagen del norieguista como un ladrón, un corrupto y hasta un asesino está muy extendida. Haría bien el general de la cara picada de viruelas en no leer la prensa de su país si no quiere hundirse en la depresión. Bastante tiene con preparar su juicio en una cárcel de Estados Unidos a la que fue conducido tras abandonar el 3 de enero -"voluntariamente", según el nuncio, el español Sebastián Laboa- la representación diplomática del Vaticano, en la que se había refugiado pocos días antes. Allí sigue todavía, y parece que va para largo, el que fue su jefe de seguridad, el capital José Eliecer Gaitán, que entretiene sus interminables ocios leyendo y haciendo deporte.
El recuerdo de la invasión está aún muy vivo. El lugar en el que se asentaba el cuartel general de Noriega, en el barrio humilde de El Chorrillo, es hoy un solar pelado. El propio presidente Guillermo Endara tomó el pico para colaborar simbólicamente en su demolición, que dejaron a medias las bombas norteamericanas. Unos 6.000 antiguos vecinos de esta zona, cuyas humildes casas de madera ardieron como teas, siguen refugiados en unos hangares. Hace unos días, los familiares de algunos de los desaparecidos civiles intentaron reconocer a éstos entre un puñado de carne putrefacta depositada en una fosa común con más de 100 cuerpos.
En muchos restaurantes y supermercados, vigilantes armados registran a los clientes, tras la psicosis de inseguridad, ya en declive, que asoló el país tras el saqueo generalizado de los comercios provocado porque la calle se convirtió en tierra de nadie.
Aún existe un mercado negro de productos de Elsa (del saqueo), y en la televisión se ofrecen recompensas de hasta el 50% del valor real por la devolución del fruto del pillaje. "No se hacen preguntas", es la coletilla generalizada.
Miedo en la calle .
Hay miedo en la calle. Si se pregunta una dirección, sobre todo en la Panamá vieja - bellísima, aunque se está cayendo a pedazos - , la amabilidad siempre concluye con una advertecia: "Tenga mucho cuidado".
El alcalde de la ciudad, Guillermo Cochez, considerado el número dos del principal partido del Gobierno, la Democracia Cristiana, no está de acuerdo. "Panamá es ahora más tranquila que antes del 20 de diciembre", asegura. "Lo que ocurre es que ahora, con libertad de prensa, si hay un asalto se publica al día siguiente la noticia en el periódico. Noriega sólo tenía desplegados a 2.000 policías en Panamá. Ahora hay más del doble".
Si se produce una denuncia de robo, los policías panameños aparecen acompañados de colegas militares norteamericanos. Las tropas de EE UU, sin embargo, procuran no ser muy visibles, aunque su discreción no impide el control férreo de algunas zonas que, según los tratados del canal, deberían ser ya (y lo eran antes de la invasión) de gestión conjunta. De poco va a servir en este contexto que George Bush haya aceptado a Gilberto guardia como administrador panameño del canal. Desde comienzos de año, lo hacía, con carácter provisional, Fernando Manfredo.
El nuevo régimen aborrecía tanto el militarismo de Noriega que no quiere ni oír hablar de Ejército. Por ello, está levantando una nueva Fuerza Pública, de funciones básicamente policíales, sobre las ruinas de las extintas Fuerzas de Defensa. El fiamante cuerpo, dividido en cuatro departamentos en los que existe jerarquía militar y en otro de investigación criminal, se ha convertido en el centro de una polémica que llega a evocar el riesgo de golpe de Estado.
Denuncias
Baste con dos ejemplos:
Primera denuncia. Eusebío Marchoski, magistrado del organismo que investiga la corrupción durante el régimen de Noriega, asegura que son los mismos sospechosos los que estudian con los norteamericanos las 15.000 cajas de documentos incautadas tras la invasión. "Los ratones custodian el queso", afirma. Y el teniente coronel Fernando Quesada, principal objeto de la acusación, le replica: "Muy respetuosamente quiero decirle una cosa, que es usted un mentiroso". Y añade: "No le contesto de la misma manera porque sería mucho tiro para un ñeque".
Segunda denuncia. El fiscal especial, Rodrigo Miranda, asegura que Leslie Loaiza, jefe de la Policía Técnica Judicial, está implicado en un asesinato, cometido a primeros de abril, que ha conmovido al país: el de un niño de tres años, nieto de Marcos Rodríguez Justine, que fue jefe del Estado Mayor de Noriega y que se encuentra en prisión. Un turbio asunto de perfiles mafiosos, con 47 millones de dólares del Banco Nacional en juego, parece estar detrás de los hechos. Por supuesto, el acusado lo niega todo y denuncia una campaña para impedirle descubrir a los auténticos criminales.
El origen del conflicto está en que, pese a las depuraciones, la inmensa mayoría de los integrantes de la Fuerza Pública, e incluso algunos de sus jefes, sirvió ya al régimen de Noriega.
La troika en el poder -el presidente Guillermo Endara y los vicepresidentes Ricardo Arias y Guillermo Ford- ha apostado por intentar reciclarlos antes que dejarlos en la calle (en la cárcel no cabrían todos) y armados hasta los dientes. Los nuevos dirigentes no quieren tener Ejército, pero ni siquiera les es fácil tener policía. Lo que no se ve claro es cómo puede proteger el canal un país sin Ejército.
Balbina Herrera está convencida de saber quién lo hará: el Ejército norteamericano. Cochez prefiere apostar por la consecución de garantías internacionales. Pero son los marines los que están en el istmo. Y no parecen dispuestos a irse pronto.
Menos lobos
Los gringos no lo hicieron tan bien como dijeron. Cuatro meses y medio después de la invasión, se van conociendo sus errores y exageraciones, y la propia prensa de EE UU se encarga de publicarlos. Estos son algunos ejemplos:
Las víctimas militares. Se dijo que los marines mataron a 10 miembros de las Fuerzas de Defensa por cada una de sus 23 bajas. Pero sólo se han recuperado 50 cadáveres y nadie apuesta por que la cifra sea mucho mayor.
Los muertos civiles. El Comando Sur admite que fueron 202. Un informe del ex fiscal general Ramsey Clark asegura que llegaron a los 3.000. El segundo exagera; el primero también. La cifra más comúnmente aceptada es la de 300, seis veces más que miembros del ejército de Noriega.
Las armas requisadas. Primero se dijo que eran 76.000; más tarde, que 100.000. Y finalmente, que sólo fueron 52.000. El auge de la criminalidad y la inseguridad ciudadana es la mejor prueba de que los invasores no pudieron completar su trabajo.
La cocaína de Noriega. Suena a chiste, pero los 50 kilos de cocaína supuestamente hallados en una casa de Noriega resultaron ser harina para hacer tamales.
Los derechos humanos. Los marines se pusieron nerviosos en muchas ocasiones. La muerte del fotógrafo español Juantxu Rodríguez no fue un caso aislado. Ha habido al menos 60 denuncias por conducta impropia, un oficial está sometido a proceso por la muerte de un panameño detenido.
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