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FERIA DE SEVILLA

Reencuentro feliz con la Maestranza

González / Romero, Muñoz, CepedaToros de Manolo González-Sánchez Dalp, muy desiguales de presencia, en general flojos y manejables, 6º excepcional, 4º grande, poderoso y manso. Curro Romero: pinchazo hondo bajo (bronca); a paso de banderillas, pinchazo bajo y bajonazo descarado (pitos). Emilio Muñoz: pinchazo y estocada (vuelta); estocada trasera baja (oreja). Fernando Cepeda: pinchazo, otro hondo tirando la muleta, numerosas ruedas de peones -aviso con retraso- y descabello (silencio); pinchazo hondo delantero y descabello (oreja) . Plaza de la Maestranza, 23 de abril. Novena corrida de feria. Lleno

Reapareció ayer Emilio Muñoz en la Maestranza después de tres años de ausencia, y fue un reeencuentro feliz. Quedó constancia de que Emilio Muñoz y la Maestranza aún se aman. El público le saludó con una ovación cuando se hizo presente en su primer toro, le aclamó cuando acabó de lidiar el segundo, y ahora viven una bonita luna de miel. La Maestranza y Emilio Muñoz se lo merecen. La Maestranza, ya se sabe, por sensibilidad y por historia; Emilio Muñoz, sépanlo quienes contemplaban expectantes su reaparición, por torería.

Torería, nada menos, fue el fundamento de toda la actuación de Emilio Muñoz. Luego, un análisis crítico de su actuación, dirá que pudo depurar algunas suertes y eliminar aquellas crispaciones que le tiraban hacia atrás en el escalafón de matadores en su anterior etapa, es cierto. Pero el mismo análisis dirá que estuvo valentísimo y dominador, muy por encima de sus toros, con especial importancia en el serio cinqueño que se lidió en quinto lugar.

Al que se lidió en segundo lugar, Emilio Muñoz le ligó buenos redondos, consintió en los naturales e interpretó una hermosísima teoría del toreo de adorno, encadenando ayudados a dos manos, molinete, pase de pecho, que pusieron al público en pie. Al serio cinqueño le hizo un faenón, con las salvedades antes dichas, porque lo construyó de menos a más, con derechazos valerosos, redondos templados, naturales ceñidísimos, en uno de los cuales aguantó impertérrito la peligrosa colada que le amagó el cinqueño, ayudados a dos manos y un desplante pinturero de ole con ol, que la afición maestrante jaleó con verdadero delirio.

Hubo otros delirios ayer, en realidad no tan justificados, aunque en cuestiones de amor la razón importa poco. Ahora el amor de la Maestranza era Fernando Cepeda. Le amó en el sexto toro. Bastó para ello que Fernando Cepeda saliera al centro del redondel para dar dos emocionantes pedresinas y luego que pegara pases con pundonor evidente.

Ahora bien, torear es algo distinto. Torear, cuando había en el redondel un encastado toro de sensacional boyantía, debería ser norma de obligado cumplimiento, a despecho de amores y de odios. Torear con grandeza, se entiende. Porque el toro acudía alegre al primer cite, repetía las embestidas con suave codicia, seguía pastueño los vuelos de la muleta, hasta donde la quisiera llevar quien la manejaba, y a un toro así hay que recrearle el toreo. No meterle el pico, según hizo Fernando Cepeda; no cortarle el viaje en los dos primeros pases para prolongar sólo el tercero y aún ese buscando el costillar; no basar toda la faena en el derechazo y dar una tanda de naturales nada más, superficial y como de compromiso. Fernando Cepeda había estado en el tercer toro torpón, reiterativo y sonso, y ese pareció un tropiezo, mas el tropiezo verdadero consistió en desaprovechar la ocasión de hacerle al sexto esa faena cumbre que el toro merecía y que la tauromaquia dicta. Amores aparte. Los amores son caprichosos y veces se van tan fácilmente como se vienen.

Caso distinto es Curro, claro. Mechó sus toros, como era de prever, con mayor motivo al segundo, que era poderoso, manso y bronco. Le tiraron almohadillas, mientras aplaudían a Muñoz y Cepeda, y Curro no se ponía celoso, ni nada. Al revés: le había dado achares a la Maestranza, una vez más en su vida, y sabe que con eso ya la tiene loquita.

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