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LAS PALABRAS DE LA 'DIVINA'

La cara oculta de Greta Garbo

La actriz sueca amaba la vida v habla de ella en una entrevista póstuma y única

Greta Garbo, el gran mito del cine, que murió el pasado domingo a los 84 años, vivió sus úItimos días a caballo entre el tratamiento de diálisis y el continuo consumo de whisky, vodka y cigarrillos. Publicamos un largo retrato-entrevista con la diva, realizado por un periodista sueco antiguo amigo de la actriz: se trata de un documento único sobre una mujer que siempre rehusó encontrarse con la Prensa ("los periodistas son la peor raza que existe", no se recataba en decir) y que dedicó constantes esfuerzos a preservar su intimidad. Fiel hasta el final a ese estilo de vida recluido y secreto, Greta Garbo no ha dejado testamento y su entierro tendrá un carácter estrictamente privado.

Greta Garbo no temía a la muerte. Amó la vida hasta el fin y quiso vivir siempre, incluso cuando sufría y no tenía esperanza de mejorar. En julio de 1988 tuve oportunidad de hablar con Greta Garbo sobre la muerte.Cuando le pregunté, como imponía la cortesía, por su salud y quise averiguar cómo se sentía (no habíamos hablado desde hacía dos meses) me respondió de forma sobria y mesurada lo que relato a continuación:

"No me encuentro bien. Siento haber ido a Suiza, porque debería haberme ido a Nueva York Pero el calor me sienta muy mal y además no tolero el aire acondicionado. No puedo pasear en automóvil con el señor Broman creía poder hacerlo, pero me es imposible. Sólo puedo dar unos pocos pasos. La mayor parte del tiempo permanezco en mi casa Apenas como nada. Me siento triste. La vida que me rodea no es real. Siento la sensación de irme muriendo poco a poco".

A pesar de esta deprimente confesión de su estado de salud se volvió a mí y me dijo en voz baja: "El señor Broman debe cuidar de preparar una bebida adecuada". Habitualmente bebíamos wodka y martini. La observación de Garbo se refería a la señora que preparaba las bebidas, que tenía tendencia a mezclarla en dosis muy débiles. Pero yo había hablado ya con ella y sabía que Garbo estaría satisfecha

Una vez que nos habló de su salud, manifestó la satisfacción de vernos a mi mujer y a mí; para ella éramos una especie de vínculo peculiar de Garbo con Suecia.

Su gran contrariedad eran las fuertes dificultades que encontraba para caminar, que comenzaron en la primavera de 1987 cuando se cayó al suelo en una calle neoyorquina cercana a su domicilio. Hubo que cuidar una fisura en su pie izquierdo, que obligó a enyesarle una parte del hueso. Garbo tenía dificultades para someterse a las prescripciones y a los consejos de un médico. Trató de extender el yeso que le ahormaba la parte trasera de la rodilla. Esto sucedió en su apartamento.

Dos meses después estaba recuperada, pero necesitaba utilizar dos muletas para andar. Por añadidura, tenía problemas con la circulación sanguínea de las dos piernas. "Los médicos dicen que debo dejar de fumar, pero no soy capaz de hacerlo. Soy demasiado vieja...".

Garbo tenía también problemas con sus riñones. Tenía que beber al menos dos litros de agua diarios. En el suelo de su habitación de hotel, en Klosters, tenía dos cajas de envases grandes de plástico de agua mineral gaseosa. Otro problema sobreañadido era que tenía también alergia a los mariscos y no podía comerlos. Una de las cosas que le recordaban a Suecia eran las comidas con menú hecho a base de cangrejos. Ahora le estaban prohibidas.

Una de las cosas más comentadas por las personas de su entorno era su bronquitis crónica. Frecuentemente sufría tos, tenía fiebre y se veía obligada a guardar cama. A pesar de todos estos males y achaques, Garbo no hablaba nunca espontáneamente de sus dolencias. Desde 1985 cada verano mi esposa y yo nos encontrábamos con Garbo en Klosters, que pasaba frecuentemente: dos períodos allí durante sus largas estancias en Suiza, que duraban casi tres meses cada año. Siempre ocupó la misma habitación, la número 410 del hotel Pardenn, en la cima del edificio, desde la que se desplegaba una panorámica maravillosa del hermoso valle de Klosters.

Al observar la dirección del hotel que Garbo nos había aceptado como compañía ocasional, resultó que aquel verano de 1988, sin decir nada, conseguimos tina habitación doble justo al lado de la suya, la 408. El hotel es, durante el período veraniego, una especie de residencia de primera clase para jubilados tanto de Europa como de Estados Unidos.

Garbo había veraneado en Klosters desde finales de los cincuenta. Durante muchos años tuvo un pequeño apartamento en aquella localidad, pero se cambió al hotel. Garbo encontraba muy confortable Klosters. Todas las personas la protegían. Paseaba por la localidad y hablaba espontáneamente con mucha gente. Todo el mundo procuraba protegerla, ni los periodistas ni los fotógrafos tenían posibilidad de sorprenderla. El personal del hotel protegía a Garbo de muchas maneras, y la misma Garbo tenía un ojo certero aguzado:

" ¿Es aquello un fotógrafo con teleobjetivo?", preguntaba a veces cuando paseábamos juntos si ella divisaba algo sospechoso.

Ya durante el verano de 1987 comenzaron sus problemas de salud y comenzó a preocuparse. Estábamos invitados en su habitación, una habitación doble, que tenía un balcón con un sillón y una sombrilla. A Garbo no le gustaba sentir el sol en su rostro y por tal razón utilizaba un sombrero de paja confeccionado en Italia.

"La gente cree que pretendo ocultarme, pero lo que ocurre es que no soporto el sol". Tenía dos camas en el dormitorio y una mesa redonda con dos sillas, un secreter y un pequeño arcón con sus dos grandes maletas de viaje, donde figuraban los famosos seudónimos: Señora Harriet Brown, 450 East 52 Street, New York. N. Y. 10.000. Sobre el secreter había un jarrón con un gran ramo de claveles rojos con cariofiláceas. Una de las camas estaba compuesta elegantemente, y encima de la otra se estaba secando sobre unos periódicos un jersei que ella misma había lavado.

"Nunca cierro la puerta", dijo Garbo. "Es para reforzar mi seguridad. He acordado con la gente del hotel que si me caigo y no pudiera levantarme, ellos pueden entrar en la habitación sin problemas. En la puerta está siempre el letrero 'No molesten". Aquí vivió una de las grandes celebridades de este siglo, en una modesta habitación de hotel, limpia y aseada pero sin lujos, más bien espartana. Vivía sin cerrar la puerta durante más de dos meses al año.

Greta Garbo fue siempre un misterio para mí, incluso después de conocerla. Sólo le oí mencionar el nombre de Garbo unas pocas veces.

Greta a veces

Cierto día paseábamos y un alemán muy curioso que portaba una cámara sobre la panza le espetó: "¿Es usted Greta Garbo?"'. Ella respondió directamente en alemán: "Manchmal (A veces)", y le volvió la espalda.

En cierto modo, Garbo era menos afectada y más natural que muchas personas. ¿Qué es lo que le hizo ocultar su rostro?

Yo tenía la sensación de que ella comprendía que a veces nos maravillábamos y entonces comenzaba a hablar, pero nunca obedeciendo a una orden o invitación. Una vez que estábamos sentados en un banco en Davos señaló una casa grande y me preguntó de qué se trataba. Le respondí que era una escuela. Dijo: "No pude ir a la escuela el tiempo suficiente. Ahora me doy cuenta de que me falta instrucción". No podía ocultar el tono de queja en su voz.

La observo delante de mí, viniendo a mi encuentro por el corredor del hotel, apoyándose sobre sus dos muletas, con una mirada pícara, sonriendo y siempre con un gesto divertido en los labios.

Si tras nuestro encuentro de la noche anterior reflexionaba frecuentemente sobre una cuestión o removía el recuerdo de algo que yo le había dicho, el comentario después iba siempre directamente al asunto.

Era pequeña y delgada, siempre había llevado zapatos de tacón bajo y andaba ligeramente inclinada hacia adelante. Esto hacía su figura más corta de lo que se imaginaba: medía 1,67.

Su atuendo favorito era un polo de color beis y pantalones del mismo tono. Nos dijo que había traído a Klosters 16 pantalones, pero ni una sola falda ni un solo traje.

La cara oculta de Greta Garbo

La primera vez que la contemplé creí que había como un aura a su alrededor. Estaba sola, sentada en una mesa del comedor del hotel, frente a una gran ventana. Daba la espalda a los demás huéspedes y miraba hacia afuera. Parecía. un ser humano totalmente distinto del resto.Más tarde me atrajeron su ojos. Cuando me miraba -inquiriente- o solícita-, era como si estuviese segura de que el interlocutor sería sincero. Era muy directa. en sus respuestas y muy abierta en sus comunicaciones.

Mi problema inicial con ella fue que le hacía demasiadas preguntas: "No soy tan curiosa como el señor Broman", decía.

Reía y añadió:

"Los periodistas son la peor raza que existe".

Un día nos contó que el director del hotel le había enseñado una revista alemana en la que se escribía que ella estaba a punto de contraer matrimonio. "Nunca es demasiado tarde, señor Broman, todavía suscito interés", dijo con aire de estar encantada

Garbo tenía un amigo muy especial en el hotel, pero no creo que la persona en cuestión entendiese su felicidad. Era un obispo alemán jubilado, que pasaba una temporada en el hotel cada verano, coincidiendo con Garbo.

Una vez que iba con nosotros se vieron y Garbo se acercó a su mesa y le preguntó cómo estaba Cuando me interesé por él en el verano de 1988, Garbo respondió: "Parece que este año no ha venido, pero creo que vendrá..."

Garbo tenía una vieja costumbre: la de decir adiós muy amistosa y cuidadosamente. Era muy importante que le dijésemos cuando nos teníamos que ir exactamente. Era evidente que tenía que bajar de su habitación, decir adiós muy cordialmente, darnos palmaditas en las mejillas y quedarse allí diciéndonos adiós con la mano. Mi mujer y yo teníamos los ojos llenos de lágrimas cada vez, al igual que Garbo.

Garbo no habló directamente de la muerte, pero en ocasiones expresó opiniones sobre la vida y lo que ocurre cuando morimos. "¿Es verdad que vamos al cielo cuando morimos? ¿Existe un cielo al que ir?".

Le hubiera gustado mucho creer en una continuación, pero no consiguió encontrar ninguna prueba de ella. Era muy sensata y realista.

"Creo que toda la creación tiene un objetivo en la vida y una autorización", repetía. "Leí en un periódico alemán los problemas que había con la contaminación en el sur de Alemania. Casi todas las mariquitas habían muerto en una zona concreta debido a ciertas salpicaduras. Tuvieron un efecto muy desfavorable en el resto de la vida animal. De hecho, hubo que introducir nuevas mariquitas a fin de restablecer el equilibrio".

Tuve la impresión de que a Garbo le gustaría recibir ayuda para obtener una prueba de la eternidad, una confirmación.

También bromeamos sobre este tema tan serio y delicado. Intenté señalar alegremente que debía haber un cielo o una continuación, pero, dije, un viejo periodista como yo tiene, por supuesto, que ser muy feliz para conseguir un lugar en ese cielo. "No, estoy segura de que míster Broman tendrá un asiento en el cielo" bromeó Garbo.

La filosofía -con -los -pies- en-e la- tierra -"uno no puede estar seguro de nada más que de lo que ve y de lo que tiene pruebas"- la combinaba Garbo con un interés muy especial por las iglesias y los cementerios.

En la capilla

Llevamos a Garbo a un montón de iglesias en Suiza. Su iglesia favorita, sí, quizá su lugar favorito en todo el mundo, era Monstain, a 1.624 metros sobre el nivel del mar y aproximadamente a 30 kilómetros de Klosters.

Un pueblo pequeño, de difícil acceso. Los últimos 200 metros son muy estrechos -no hay espacio para cruzarte con otro coche- y no hay ninguna barrera. Un trayecto amenazador por el borde de una cuesta, donde nos dimos cuenta de que Garbo no le tenía ningún miedo a la altura. Aunque el pueblo sólo contaba con unas pocas casas, la primera iglesia era muy pequeña y se utilizaba como almacén de patatas. Otra iglesia pequeña se construyó en una pendiente con una vista mareante del valle. Aquí, Garbo, mi esposa y yo entramos en la iglesia, siempre abierta y vacía.

Todo olía a madera, bien y, limpio. Entré al púIpito y miré a la congregación. Greta Garbo y, mi esposa, en la primera fila; eso era todo. No pude negarme a mi mismo el placer de recordar las primeras palabras, la apertura, de La saga de Gösta Berling, por Selma Lagerlöf, que fue la primera película de Greta y su entrada en el mundo cinematográfico:

"Por fin el sacerdote estaba en el púlpito...", comencé.

" Bravo, bravo", dijo Garbo en voz alta, y aplaudió.

Bien, incluso aunque mi propia fe sea frágil y nada convincente, desearía con todo mi corazón que Greta Garbo haya conseguido un buen lugar en el cielo real. En cualquier caso, nunca he: conocido a nadie tan próximo a. la eternidad como ella.

"No soy tímida, no soy insociable: hablo con facilidad con la gente que conozco. Pero no me interesa en absoluto la vida oficial. No me gusta aparecer en periódicos y revistas. No me gusta, verme expuesta. Soy exactamente lo contrario de míster Broman: no soy curiosa en absoluto.

Ingrid Bergman y Zarah Leander han contado mucho sobre sus vidas, tanto verbalmente como en forma de memorias. Ambas también -independientemente una de otra- resumen sus vidas en una sola frase:

"No me arrepiento de nada de lo que he hecho".

Greta Garbo era totalmente distinta en ese aspecto a sus colegas. De cuando en cuando Garbo decía espontáneamente:

"He sido una gran idiota que no hice otra cosa con mi vida. Piensa lo tonta que he sido por no haberme casado. Lo más hermoso que conozco es una pareja de ancianos paseando juntos y apoyándose el uno en el otro".

En otra ocasión suspiraba:

"No, no hay ningún hombre que me haya llevado al altar, a Dios gracias".

O en broma:

"No hubo nadie que quisiera casarse conmigo. No sé cocinar... ".

Garbo era completamente simple y falta de pretensiones, en todos los aspectos, en su forma de vida. Por otra parte, no entendía lo mimada, sí, y privilegiada que era. En cierto sentido, tuvo todo lo que quiso y no entendió la situación tan privilegiada en la que se encontraba.

Garbo hizo un comentario memorable sobre la vida de la verdadera reina Cristina de Suecia. Al principio, Garbo no estaba nada satisfecha con la forma final del guión de la película. Hollywood alteró la realidad histórica y permitió que el destino de Cristina fuera una historia de amor, en la que abandonaba Suecia por un príncipe español (John Gilbert).

Pero Garbo cambió su actitud hacia la película cuando se dio cuenta de que era apreciada, sí, adorada en todo el mundo. La película inició una especie de culto a la reina Cristina. A mí me dijo:

"Me sentí muy decepcionada cuando llegué a Roma y ví que los huesos de la reina Cristína estaban en una pared y no descansaban en un verdadero cementerio."

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