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Vísperas republicanas

La idea más bien mostrenca de que la historia es una maestra de vida, cuyas lecciones enseñarían a los hijos a no repetir los errores de sus padres, adopta a veces la forma visionaria de una creencia mágica en la posibilidad de leer el presente y de acelerar el futuro gracias al privilegiado conocimiento de algunas pautas fijas del pasado. La tradición marxiana vivió mucho tiempo obsesionada por las etapas y por los ritmos de la Revolución Francesa, en el convencimiento de que el Terror o el Bonapartismo no eran períodos singulares, sino categorías universales; las brillantes disquisiciones sobre el Thermidor estaliniano figuran, por ejemplo, entre las mejores páginas de Trotski. A partir de la victoria bolchevique, las secuencias supuestamente irreversibles de 1905 y 1917 pasaron a ser referencia obligada para los movimientos revolucionarios. Así, Febrero y Octubre -con mayúsculas- se convirtieron en conceptos tan sagrados como la Gironda o la Montaña, y la trágica personalidad de Kerenski se transformó en el modelo general del gobernante débil que abre las puertas del poder a los revolucionarios.La búsqueda de analogías para hacer aflorar el parentesco entre acontecimientos o para descubrir regularidades intrahistóricas a lo largo del tiempo no es sólo una pasión de los ideólogos. El estudio de los procesos de cambio -revolucionarios en sentido estricto o en sentido laxo- también forma parte del ámbito de preocupaciones de la historia, la sociología y la ciencia política. Por ejemplo, la reciente versión castellana del excelente libro de Shlomo Ben-Ami sobre Los orígenes de la Segunda República española (Alianza, 1990) hace explícita esa vocación comparatista -la obra se subtitula Anatomía de una transición- al mostrar cómo la etapa de acoso y derribo (de la monarquía a comienzos de la década de los treinta "posee algunas sorprendentes analogías con la transición del franquismo a la democracia de finales de los años setenta".

Una primera semejanza entre ambos procesos sería su común rechazo de los regímenes automáticos. Jugando a los contrafácticos, cabría preguntarse si la proclamación de la II República habría tenido lugar en el supuesto de que Alfonso XIII no hubiese prestado su resuelto apoyo a la dictadura del general Primo de Rivera desde septiembre de 1923 hasta enero de 1930. El marco político creado por la Constitución de 1876 ¿habría podido encauzar democráticamente los embates de la movilización política y del cambio social de los años treinta? De forma alternativa, ¿hubiese sido capaz la monarquía alfonsina de transformarse en una monarquía parlamentaria gobernada por los liberales de Santiago Alba, por los reformistas de Melquiades Álvarez o por los socialistas?

A diferencia del estancamiento soportado por el Portugal de Salazar, las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco pusieron en marcha políticas de modernización que originaron efectos imprevistos y terminaron por socavar la estabilidad de sus estructuras. Ben-Ami subraya ese paralelismo al señalar que el régimen de Primo de Rivera experimentó, aunque en menor escala, "tensiones similares a las que existieron en España en los sesenta y los setenta, cuando la incompatibilidad entre una sociedad y una economía en vías de desarrollo, por un lado, y la autocracia política y el inmovilismo, por otro, generó una crisis de identidad del franquismo y, en última instancia, su quiebra definitiva".

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Ni que decir tiene que esas semejanzas no anulan otras profundas diferencias. El mandato de Primo de Rivera duró poco más de seis años, frente a los casi 40 años del franquismo vitalicio, y no logró institucionalizarse, a diferencia del castillo de cartón piedra construido por el régimen nacional-sindicalista. Tampoco resultan equiparables la extensión y la intensidad de la represión durante esas dos etapas. La dictadura de Primo de Rivera -recuerda Ben-Ami- no fue ni un fascismo de corte mussoliniano ni una tiranía sangrienta. Marx escribió que la historia suele repetir los dramas como farsas; al comparar el sistema franquista con su antecedente, se diría que esta vez la tragedia sucedió al sainete.

Las analogías entre la transición republicana y la transición posfranquista no se limitan a las precondiciones políticas, sociales y económicas de las que ambas partieron, sino que también se extienden a los propios mecanismos de cambio. Por ejemplo, los procesos deslegitimadores de la monarquía fueron casi idénticos a los sufridos por el régimen franquista durante su última etapa. En ambos casos, la desmoralización interna de la clase gobernante y su propensión a un vergonzante transfuguismo marchó en paralelo con la impugnación externa de la sociedad. La protesta estudiantil y el rechazo de los intelectuales contribuyeron de forma decisiva a que Alfonso XIII abandonase el trono en abril de 1931 y a que los herederos del franquismo se hiciesen el harakiri en las Cortes orgánicas durante el otoño de 1976.

Sin embargo, las peculiaridades de cada transición resultan tanto o más significativas que sus invariantes. Hasta el fracasado levantamiento de Jaca, los militares aliados con los republicanos y los socialistas ocuparon un lugar central en la ofensiva contra la monarquía; durante la transición posfranquista, por el contrario, no se encuentra más rastro de colaboración cívico-militar que la abortada tentativa de la Unión Militar Democrática (UMD). Y mientras la transición desde la monarquía era dirigida por los opositores que se habían constituido en Gobierno provisional en 1930, la transición posfranquista fue guiada por un grupo de profesionales del poder oriundos de la dictadura, bajo la tutela de un Rey nombrado por Franco que respetaba la legalidad vigente, simbolizaba la continuidad del Estado y tenía el mando de las Fuerzas Armadas.

No es fácil resistirse a la tentación de preguntarse sobre la influencia que pudieran haber ejercido esas modalidades de transición (ruptura frente a -reforma) sobre el distinto final de ambos procesos democratizadores: la quiebra de la II República y la consolidación de la monarquía parlamentaria. ¿Cuáles son las razones de que dos procesos de modernización política, que respondían a una parecida necesidad de ajustar las estructuras del Estado a la modernización social y económica del país, llegasen a paraderos tan opuestos? La cuestión parece tanto más pertinente cuanto que Ben-Ami rechaza la hipótesis fatalista según la cual los orígenes de la II República contenían las semillas de su destrucción.

Es evidente que el núcleo de la respuesta debería estar ocupado por los cambios políticos, sociales, económicos y culturales que separaban a la España, de 1975 de la España de 1931, incluidos sus diferentes contextos internacionales. Sin embargo, tampoco cabría desdeñar, a la hora de explicar el éxito de la transición posfranquista, la memoria histórica de la derrota republicana. Si los demócratas de los años treinta no hubiesen fracasado en su empeño, los demócratas de los años setenta no hubiesen dispuesto de la experiencia necesaria para evitar algunas de las trampas y sortear algunos de los obstáculos que amenazaron la conquista de las libertades tras la muerte de Franco. No parece exagerado concluir que la transición republicana sirvió de modelo negativo a los actores de la transición posfranquista, de forma tal que el desarrollo de los acontecimientos producidos entre 1975 y 1982 quedó condicionado -para bien y para mal- por la percepción de los errores, de las omisiones y de los excesos del período transcurrido entre 1931 y 1936.

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