Bailando en la oscuridad
Las dos palabras que componen el título de la última película de Woody Allen resumen la intencionalidad del filme. La primera remite a la justicia humana y a los huecos que deja su aplicación; la segunda se dirige a la responsabilidad y moral individual, al sentimiento de culpa que puede pesar sobre una conciencia que ha escapado a las redes policiales. Además entre un crimen y una falta existe también una diferencia de magnitud: la que separa el asesinato de una amante de una aventura extramatrimonial mantenida en secreto.Delitos y faltas es una película en la línea de Hannah y sus hermanas, un relato en el que se entrecruzan varias historias, en el que los distintos protagonistas mantienen entre sí algún grado de parentesco, una obra en la que coexisten con la mayor naturalidad los distintos tonos y registros, desde el de la comedia desenfadada hasta el de la tragedia.
Delitos y faltas
Dirección y guión: Woody Allen. Fotografía: Sven Nykvist. Estados Unidos, 1989. Intérpretes: Martin Landau, Woody Allen, Mia Farrow, Alan Alda, Anjelica Huston, Claire Bloom. Estreno: cines Madrid y Rosales (V. O.).
Lo más impresionante de la película es la enorme sensación de facilidad con que parece haber estado hecha, una sensación que transmite al espectador y que pasa por hacerle aceptar como natural y lógica una estructura narrativa que corresponde únicamente a la naturalidad y lógica del deseo del cineasta.
Personajes complejos
Por ejemplo, Allen lleva incluyendo flash-backs en sus películas desde Annie Hall, y desde entonces estos retornos al tiempo pasado tienen por objeto dar complejidad a los personajes. Aquí tenemos al oftalmólogo Judah Rosenthal (Martin Landau), un triunfador de presente frágil porque se sostiene sobre un entramado de faltas cometidas en el pasado, ya sea su relación con Dolores (Anjelica Huston) o algunas operaciones financieras no del todo ortodoxas. La superficie impecable del Médico altruista y el esposo irreprochable oculta, pues, otro hombre. Y su naturaleza real nos lleva a otra clase de flash-backs: los que se remontan a la infancia, a las distintas maneras de asumir la culpa o pecado original impuesto por las convicciones religiosas paternas.En su última película Allen no se olvida tampoco de otros caminos válidos para poner orden en el mundo, para que cada cosa cobre un sentido que se nos aparezca lógico. Si Rosenthal necesita del recuerdo personal, Cliff Stern (el propio Allen en el papel de un documentalista casi tan neurótico como sus anteriores personajes en anteriores filmes) se sirve de la ficción, de las películas para interpretar el mundo. Su relación con las imágenes ya no es de mitómano como en Sueños de seductor, ni de fascinación, como Mia Farrow en La rosa púrpura de El Cairo, ni de intérprete capaz de todo con tal de agradar, como en la genial Zelig, sino una cinefilia relajada -mucho más que la del propio Allen en Annie Hall-, que tiene mucho de retorno a la infancia, de "tarde perdida haciendo novillos". No en vano Stern se siente feliz yendo al cine con su sobrina y -menos en vano aún- cierra el filme dialogando con Rosenthal, discutiendo lo que es válido y creíble para la explicación ordenada de la realidad y las exigencias de la ficción, dos maneras de convertir el caos en sucesión de hechos, de causas y efectos, de comprender cómo de aquellos delitos vinieron esas faltas.
Carácter coral
La película no es menos seria ni menos reflexiva o angustiada que Another woman -espléndida- o que September -uno de sus filmes fallidos-, pero es distinta por su carácter coral, enteramente urbano, Y porque el hecho de figurar el propio Allen como actor la dota del especial, humor que destilan su cara pecosa o sus máximas escépticas.En ese sentido, ya lo he dicho, está más próxima a Hannah y sus hermanas, pero ahora Allen ha escogido el tema de la mirada como punto de referencia para todos los personajes: Judah redescubre el ojo de Dios, el implacable ojo divino al que es imposible escapar; Cliff Stern es cineasta y hace del mirar su oficio; Lester (Alan Alda) es un productor de televisión que se enorgullece de saber lo que quiere ver el público y al que le encanta mostrarse como objeto de contemplación; Ben, el cuñado de Lester, es un rabino que va quedándose ciego pero que cree en Dios y en un sentido superior de la existencia. Y aquí se cierra el círculo, entre el oftalmólogo preocupado por el Ojo de Dios y las gafas negras del rabino que lo ve todo con los Ojos de la fe.
Allen se permite un último comentario: el filósofo Louis Levey, al que Stern entrevista para convertirle en héroe de un documental, que desgrana explicaciones positivas sobre la vida y el amor, acaba suicidándose, dejando a Alien sin teoría y al filme con una voz en off punteada por la imagen de un hombre ciego que baila guiado por una niña.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.