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Carta a un académico

Querido José Luis Sampedro:Me dio gran contento tu ascensión a los cielos de la Real Academia Española para ocupar el sillón que dejó vacante Manuel Halcón al desaparecer trágicamente de este mundo. Cuando leas tu discurso de ingreso, que será acontecimiento sonado y cuyo tema espero con gran curiosidad, dedicarás, como es de rigor, los primeros párrafos al recuerdo de tu predecesor en la sede. Sus libro sus artículos te servirán para formarte de su actividad intelectual, que -¡pura casualidad!- estuvo andando, como la tuya, por los caminos de la economía -fue consejero del Banco de España para asuntos agrícolas, de donde fue fulminado a los tres meses por haber firmado el manifiesto de adhesión a don Juan de Borbon-, de la narrativa y del periodismo. Al igual que tú, tuvo pasión por el campo, que tú defiendes desde el ángulo de la ecología y que él vivió desde niño en su fauna, en su flora y en su humanidad, la gente de la tierra, baja y alta. Pero al no haberle tratado asiduamente quizá te resulte dificil saber algo de su mismidad -por usar un término orteguia no-, que nunca pueden dar ca: balmente los muy cercanos a los personajes. Recuerdo que me contabas que tu oficio de novelista te apasiona tanto que, cuando estás en una reunión, o vi *ando en el tren, donJe no conoces a nadie, te entretienes en pensar cómo describirías a algunos de los presentes y en imaginar a qué juega de verdad en su vida ese sujeto; en suma, tratas de averiguar quién es ese hombre. Bien sabes tú, como buen narrador que eres, que el novelista no debe definir sino mostrar, pero para entender la blografia de un ser de carne y hueso hay que desentrañar, como aconsejaba Dilthey, lo que hay en ella de azar, destino y carácter. Sobre este último ingrediente de la vida de Halcón me voy a permitir contarte algo.

Era Halcón hombre distinguido, amable pero difícil, quizá por ser muy exigente con el otro, con sensibilidad para percibir, admirar y reconocer la valía de una persona cuando aparecía en su horizonte. Fue tolerante y conciliador, y aunque en la guerra cayó del lado de los nacionales, siempre vio al enemigo como el amigo deseable. Mas el carácter en su sentido lato, no sólo ese primario del trato con los demás, sino, entre otros aspectos, la capacidad de generosidad de un individuo. Y la plenitud de esa cordialidad -porque es cosa del corazón- estriba, a mi juicio, en plantearse la vida del prójimo intentando comprender sus metas y sus Ilusiones y ayudándole a lograrlas. Halcón era hombre de esa noble condición. Al menos conmigo fue eminentemente generoso, sin tener ninguna obligación para serlo. Y si me refiero a ello es porque la mejor experiencia en la relación humana es la de uno mismo.

Estamos en marzo de 1943. En mi propósito de reanudar las empresas culturales creadas por mi padre, que había desbandado el toro de la guerra, llevo ya cuatro años procurando sacar adelante Is ediciones de la Revista de Occidente. Mi política editorial, aparte de buscar nuevos autores, consistía en recoger y amparar los trabajos de escritores perseguidos a la vez que incorporar a nuestro campo liberal algunos autores que, aunque imbricados todavía en el régimen, tenían alma abierta y calidad intelectual. El gran enemigo era la censura, entonces bajo la jurisdicción del ministro Arias Salgado. El ministro hace un viaje a Valladolid y le acompaña, como era usual, su jefe de protocolo, Francisco Alcántara. Este notable cera mista había sido profesor mío de dibujo en el Instituto-Escuela -prohibido también, naturalmente- y guardaba hacia los Ortega respeto y amistad por el gran afecto que unió a mi padre con el suyo, antiguo crítico e arte del diario El Imparcial cuando lo dirigía mi abuelo, Ortega Munilla. Al regresar a Madrid me dice Alcántara que Arias le ha manifestado su in tención de imponer a nuestra modesta editorial un asesor -ésa fue la amenazadora palabra- que controlase lo que allí se publicaba. No le bastaba, por lo visto, la censura y quería de tener los libros antes de contratarlos. El propio Alcántara, pienso que con la mejor inten ción, se ofrecía a ser él quien ocupase ese puesto de gauleiter editorial. Naturalmente, todo eso era y significaba el fin de la editorial. No conocía a nadie del Gobierno por encima de Arias y era inútil acudir a los que conocía por debajo de su departamento, porque no se atreverían a mover un dedo en mi favor. Acudí a Halcón, en tonces director de la revista Semana, a quien había conocido una tarde en casa de la condesa de Yebes y que había elogiado mis ediciones. Se mostró indignado con las intenciones del ministro. Me animó a mantenerme firme y me prometió escribir una carta a persona muy influyente cuyo nombre no me dijo nunca. El hecho es que días des pués el propio Alcántara me transmitía la buena nueva de que Arias había desistido de su maquiavélico proyecto. Desde entonces mi relación con Halcón, que había empezado por la estimación y seguía ahora por el agradecimiento, terminó con el tiempo en gratísima amistad.

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Estamos ahora en la primavera de 1971. Halcón me sorprende concediéndome el Premio Juan Palomo, que él había creado como único mecenas y jurado, "por el mérito que merecía la calidad e independencia de mi labor editorial". El premio consistía en una lupa de repujado mango de plata -sin duda para ver más claramente la cara oculta de las gentes- y en un banquete en el cual, por cierto, anuncié mi propósito de lanzar este periódico. Por último, el año pasado, estando Halcón ya dolorido de cuerpo y espíritu, hizo el esfuerzo de acudir como jurado a un premio literarlo para favorecer mi candidatura, al saber que la había presentado .

Manuel Halcón fue escritor de buena pluma, de sabrosa pa labra. Tengo por una de sus obras más colmadas sus Recuer dos de Fernando Villalón, una blografia novelada de su primo hermano, el gran poeta, agricul tor y criador de reses bravas. En esta obra, como decíamos sus editores cuando reapareció en Alianza, "es el campo anda luz, los hombres y la geografia del valle del Guadalquivir el elemento que uni ica acción y reflexión, cotidiancidad y poesía", es campo que Halcón amó tanto y comprendió tan bien y al que no por casualidad dedicó su discurso de ingreso en la Academia, en 1962, con el título: Sobre el prestigio del campo andaluz.

No voy más allá en el desvelamiento de su vida, misterio y ambición, triunfo y fracaso, como la de cuantos ponen muy altas sus ilusiones. Fue homme à femmes, pero, como hombre elegante y experimentado, nadie supo nunca el nombre de sus conquistas. Además, hablar de ese lado tan decisivo de su vida, que explica muchos de sus avatares, no tendría ningún sentido en tu futuro discurso.

Te envía un gran abrazo tu amigo. . .

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