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Problemas pendientes de la democracia

Joaquín Estefanía

"El presidente me dio a entender que el periódico apenas merecía su actual autonomía. Manifiestamente sensible a las críticas de que a veces había sido objeto, me pareció totalmente indiferente a la función de contrapoder de la Prensa, función sobre la que disertó más de una vez con talento". Estas frases, referidas a Valéry Giscard d'Estaing y, al diario Le Figaro, figuran en las memorias del sociólogo y periodista francés Raymond Aron, y revelan las habituales tensiones entre el poder político y los medios de comunicación en cualquieretapa de las sociedades democráticas. La analogía entre las vivencias descritas por Aron y la crispación que está centrando las relaciones entre los socialistas y la Prensa en España en los últimos tiempos no está de más.La tirantez entre el Gobierno socialista y los medios de comunicación tiene su último episodio en las declaraciones del ministro de Cultura, Jorge Semprún, en las que ha calificado a la Prensa de "uno de los problemas pendientes de la democracia". Semprún ha tenido el valor y la oportunidad de abrir un debate en el terreno de la dialéctica, independiente de lo que él mismo ha denominado "procedimientos autoritarios", como son las querellas que en los últimos tiempos han llegado a los medios de comunicación.Olvidemos por un momento el caso Juan Guerra y dejemos también en segundo término las presuntas responsabilidades políticas del vicepresidente del Gobierno, y del Ejecutivo, abundantemente desarrolladas en informaciones, editoriales y tiras de humor en los medios de comunicación. Semprún mencionó el aprovechamiento que de este y otros casos está haciendo la prensa amarilla. La prensa amarilla como tal ha aparecido en España de repente, pero el amarillismo está impregnado en la tradición periodística española desde hace mucho tiempo y a veces parece que cada vez con más fuerza; el amarillismo periodístico es un abuso del poder de la Prensa frente a los ciudadanos que consiste en atacar el honor o invadir la intimidad de los mismmos, conculcando principios constitucionales en nombre de la libertad de expresión.Hace poco tiempo, el catedrático de Hacienda Pública Jaime García Añoveros escribió un artículo en el que se mencionaba este fenómeno. "Hay gente", escribía Añoveros, "que aquí, en España, se siente oprimida. No sólo por el poder político, aunque también. Ahora me refiero específicamente a poderes no siempre públicos, frente a los que el ciudadano no parece tener defensa. Hasta el punto de que algunos piensan, parafraseando aquella vieja fórmula, que entre tantas leyes que nos rigen hay una norma escrita en algún importante lugar según la cual 'todo español será objeto de falso testimonio y moralmente linchado".

Sin embargo, ni todos los medios de comunicación ni todos los periodistas trabajamos bajo esta filosofía de desecho. Por ello es por lo que algunos hemos defendido un código deontológico que funcione como control de calidad para los ciudadanos, de modo que el que se salga del mismo pertenecerá a otra forma de hacer periodismo, y los lectores, propietarios últimos de la información , sabrán a qué atenerse. La autorregulación, que se establecería mediante un debate entre los editores, directores y periodistas, es decir, entre la profesión real, es una medida progresista, siempre y cuando no venga urgida por las tentaciones del poder de establecer nuevas leyes antilibelo, mayores derechos de rectificación, o por las presiones de ese mismo poder para que se haga una autorregulación desde arriba, es decir, desde sus cercanías ideológicas. Un mayor aparato legal para acabar con los abusos de la Prensa no tiene sentido en España por dos causas: primera, porque ya existe el Código Penal, el derecho de rectificación y la ley del honor, la intimidad y la imagen para hacerlos frente; y segunda, por una cuestión utilitaria: la justicia en España no funciona bien, es lenta, y ello no es precisamente culpa de la Prensa, sino del poder político y de la propia justicia. En este sentido, las palabras del ministro de Cultura defendiendo el derecho de los periodistas a publicar lo que quieran, pero también "la posibilidad de exigir responsabilidades" por las noticias falsas o que atenten contra el honor de las personas, están de más. Los mecanismos ya existen; ahora hay que conseguir que se agilicen y funcionen.

Historia de la infamia

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La parte más significativa de las palabras de Semprún se refiere, sin embargo, al pasado y a la pérdida de memoria. El ministro aportó el ejemplo de quien todos los días da lecciones de democracia desde su columna con la misma vehemencia que en el régimen anterior reclamaba la represión contra los demócratas en la clandestinidad. De nuevo son oportunas las palabras de Semprún por cuanto, en el vértigo histórico de los últimos años, se ha mitificado el papel de la Prensa en la fase final del franquismo y, sobre todo, en la transición.

Alguien ha dicho que "ninguna profesión está tan desprestigiada como la de periodista, y ninguna es más adulada". Lo cierto es que, pasados aquellos días en los que se alabó el papel de los periodistas y de los medios de comunicación en la transición democrática española, está llegando aparentemente -en un movimiento pendular- el extremo opuesto: el de que dichos medios ponen en peligro ese mismo sistema democrático exagerando sus defectos y vilipendiando sus formas. Ni tanto ni tan calvo. Es cierto que hubo algunos periodistas y algunos medios de comunicación nuevos -minoritarios en el conjunto, hay que recordarlo- que desempeñaron el rol de parlamento de papel desde finales de los años sesenta hasta los comienzos de la transición. Pero lo abandonaron en el momento en que los ciudadanos tuvieron la posibilidad de elegir libremente a sus representantes. Quizá el cenit de esa credencial relevante en la vida pública de este país para los medios de comunicación fuese el 23 de febrero de 1981, cuando la radio en primer lugar y luego algunos periódicos retransmitieron y condenaron el intento de golpe de Estado de Tejero.

Pero no se puede hacer un totum revolutum, en el que algunos están bien interesados. Ni fueron todos, ni todos se pusieron de parte de la trinchera de la libertad. Es irritante contemplar la amnesia histórica de determinados políticos y periodistas (no de los que critican desde la honestidad y el ejercicio de la democracia, que son muchos y que tienen todo el derecho a denunciar las desviaciones del poder con su información y a condenarlas con su opinión), que comparan las relaciones entre Gobierno y Prensa en la actualidad con las existentes en el régimen anterior.

Esta vaciedad no es una especulación teórica. Muchos días tenemos que pasar la vergüenza de leer pretendidas semejanzas, por ejemplo, entre el felipismo y el franquismo precisamente en los medios de comunicación o en las informaciones de los periodistas más comprometidos con la pasada dictadura franquista. A veces los que más gritan son los que firmaron la primera página de El Alcázar el día que murió Franco; o los que escribieron páginas inolvidables en la historia universal de la infamia periodística manipulando el diario de Enrique Ruano, en 1969, para presentar su presunto asesinato a manos de la policía como el suicidio de un desequilibrado; o los periodistas que corearon el fusilamiento de Julián Grimau en 1963; o los que lincharon moralmente a Dionisio Ridruejo o José Bergamín; o los que aplaudieron el golpe de Estado fascista en Chile contra Salvador Allende, etcétera.

Las tensiones entre el poder ejecutivo y la Prensa de hoy se instalan dentro de un marco constitucional sólido y progresista -que rechaza las querellas sin fundamento-, y no desde la censura, las sanciones económicas o carcelarias y hasta los cierres de los medios de comunicación críticos, como el caso del diario Madrid.

Las palabras de Jorge Semprún, algunas elaboradas desde su. crispación, tienen el valor de abrir un debate que hasta ahora no se había producido por la propia oscuridad y los errores del Gobierno, y por el corporativismo de la profesión periodística. Dejemos a cada uno con su parte de responsabilidad para avanzar y clarificar de una vez si la Prensa o, más concretamente, qué sectores de la Prensa. y de la política son "uno de los problemas pendientes de la democracia". Porque Semprún no ha mencionado en sus declaraciones que, si bien el amarillismo o la tergiversación permanente son "problemas pendientes de la democracia", también lo son el tráfico de influencias y las relaciones entre los presuntos traficantes y algún miembro destacado del Ejecutivo de la nación. Es sorprendente que el ministro de Cultura se lamente de que el Gobierno y el PSOE reaccionasen tarde ante el caso Juan Guerra al no advertir el uso que iban a hacer de este asunto Ia oposición y la prensa amarilla" y, sin embargo, pase por alto que el Ejecutivo y el partido no se preocuparan del mismo modo, con la misma intensidad, ante el caso Juan Guerra en sí mismo, que, lejos de ser "secundario, mediocre y subalterno", es central para la salud de la vida pública de este país al tratarse de las formas por las cuales un ciudadano puede enriquecerse en los aledaños del poder.

En lo que se refiere a EL PAÍS, estamos dispuestos a participar en la controversia desde nuestras propias ideas; la libertad de expresión y el derecho a la información son dos principios esenciales para la existencia de una Prensa libre, institución básica del Estado de derecho.

Tanto es así que no se puede hablar de democracia en ausencia de una Prensa que no tenga las garantías suficientes para desarrollar su labor; los periodistas ejercemos estos dos derechos esenciales en nombre de la opinión pública. Ello nos obliga ante la sociedad en una medida más amplia que la derivada del estricto respeto a las leyes, que debemos acatar como el resto de los ciudadanos.Cuando los periodistas exigimos información en nombre de la opinión pública o criticamos a personas o instituciones de la Admim stración o de la sociedad civil, contraemos una responsabilidad moral y política, además de jurídica. Por tanto, se puede abusar del derecho a la libertad de expresión o del derecho a la información sin infringir la ley. Y hay veces que la Prensa ofrece ejemplos que demuestran cómo el periodismo puede ser puesto al servicio de intereses ajenos a los de los lectores.

Hay que reivindicar y ejercer permanentemente la libertad de expresión como consustancial a nuestra condición de ciudadanos, pero también hay que evitar, antes como ciudadanos que como periodistas, las ambiciones de quienes quieren convertir a la Prensa en un poder libre de todo control.

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