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Hasta que el aborto nos separe

Ha empezado de nuevo la batalla del aborto, y muchos de los que éramos conmilitones en otras guerras nos encontramos en ésta enfrentados en bandos diferentes. ¡Con cuántos me habré encontrado y colaborado en mesas redondas, foros y congresos, en Madrid o en Argel, en Roma o en Atenas, desde Gala, Buero Vallejo o Paco Umbral, hasta Cristina Almeida, Santiago Carrillo, Felipe González o Tierno Galván; desde Laín Entralgo, Tovar o Caro Baroja hasta Ruiz-Giménez, Garrigues padre, Satrústegui y tantos otros, siempre unidos en la lucha contra las dictaduras, la tortura o la pena de muerte, y en favor de la justicia, la solidaridad y los derechos humanos!Pero el aborto ahora nos divide a unos de otros, y esto me recuerda lo que se dice parodiando aquello del matrimonio "hasta que la muerte nos separe", cínicamente parafraseado en "hasta que el divorcio nos separe". Aquí y ahora nos separa el aborto.

No voy a repetir de nuevo todos los argumentos de la Iglesia católica en contra de la despenalización o legalización. Yo mismo he tratado el problema dos veces en estas mismas columnas hace ya varios años, una de ellas en colaboración con Gafo, profesor de Bioética en la universidad Comillas, de los jesuitas de Madrid. Más bien quisiera insistir en la necesidad de mantener y fomentar en nuestra sociedad el diálogo y el respeto mutuo entre diversas tendencias, dentro de la mayor colaboración posible al bien común. Es decir, ¿cómo enfocar este contencioso de manera que sea compatible al mismo tiempo con la conciencia individual y con el bien social?

La Iglesia católica contemporánea ha apostado sinceramente por el diálogo, siguiendo las orientaciones de los últimos papas y del Concilio Vaticano II. Anuncia a todos el deber moral, pero renuncia a la coacción social. Cree en sus principios de fe, pero escucha y aprende del mundo y sus culturas. Tiene una concepción teológica del cosmos, pero respeta la autonomía de la ciencia.

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La Iglesia española, más concretamente, ha tenido ocasión de practicar estos principios durante nuestra reciente transición política, y nunca se ha apartado de esta línea hasta hoy, hablando en general y salvando excepciones aisladas y no representativas. ¿Por qué razón, entonces, en el problema del aborto nos mantenemos abiertamente en contra, ¿Por qué no nos limitamos a prohibirlo entre nuestros fieles, sino que, además, rechazamos su legalización o despenalización para la sociedad en general?

Aclaremos de entrada que la jerarquía española, representada por la Conferencia Episcopal, nunca ha realizado ni promovido acciones de protesta agresivas o violentas, sino que siempre lo ha hecho de forma pacífica y respetuosa con los que opinan de distinta manera. Inclusive en las pocas ocasiones en las que algunos grupos se han manifestado por su cuenta de manera estentórea, ni aun entonces se ha llegado nunca a los desmanes que tantos colectivos realizan en toda España, como cortar carreteras, impedir el paso de los trenes o quemar vehículos; apedrear a la policía o secuestrar autoridades, etcétera. Quede claro, por tanto, que en una democracia es también democrático protestar democráticamente.

Pero yendo al fondo de la cuestión: ¿por qué no respetamos en este campo a los demás, puesto que a nadie se obliga a abortar, sino que sólo se autoriza en ciertos supuestos a las que lo desean? La razón principal de nuestra objeción de conciencia es porque en el caso del aborto voluntario se trata de un daño a terceros que no tienen responsabilidad ni pueden defenderse. Según datos científicos serios y fiables, nos parece que en el feto hay una vida biológicamente humana que tiene derecho a ser respetada y ayudada, permitiéndole su continuidad y desarrollo. No es lo mismo que cuando un hombre se causa a sí mismo voluntaria y libremente algún perjuicio, sea físico o moral. Aunque no pueda resultarnos indiferente el bien o el mal de los demás, el respeto a su libertad nos impide coaccionarles mientras no causen daño a otros o al bien común.

En esos casos, la Iglesia puede intentar ayudar al individuo con sus exhortaciones, o manifestar públicamente su opinión cuando se trata de normas o leyes que afectan al bien común, pero respeta las decisiones libres de los hombres, como el Dios santo, que ha concedido la libertad al hombre, le respeta aunque vaya por mal camino.

Recordemos, por descender a algunos casos concretos, que la moral católica rechaza el adulterio y el divorcio, la prostitución y la fornicación, el uso de preservativos y de anticonceptivos, etcétera. Aunque en repetidas ocasiones ha levantado su voz sobre estos asuntos, la Iglesia ha transigido de manera respetuosa y pacífica con la normalizacíón de tales situaciones, como la legalización del divorcio civil, sin hacer de estos hechos un conflicto permanente ni darles un tratamiento igual al del aborto. Así, no pocos de nuestros gobernantes realizan su vida de pareja en situación incompatible con la moral católica, pese a lo cual la jerarquía española no ha hecho públicamente reconvención alguna de tales situaciones, de todos conocidas.

No se puede, por tanto, decir que en este problema la Iglesia defiende intereses egoístas y lucha por su propio bien. Podríamos decir que los hijos de la Iglesia, los hijos de los católicos, no están amenazados por el aborto. Más bien defiende a los hijos de los hombres en general, procurando evitarles una muerte segura. Confieso que estuve a punto de titular este artículo exactamente igual que otro que publiqué en este diario hace unos meses, contra la tendencia a implantar de nuevo la pena capital en nuestras legislaciones occidentales: Nunca más la pena de muerte.

Porque si bien se da en ciertos grupos la incoherencia de que unos están a favor del aborto y en contra de la pena de muerte, mientras que otros están a favor de la pena de muerte y en contra del aborto, muchos en la Iglesia católica hemos estado siempre en contra de ambas penas de muerte. Es triste ver a gente pidiendo aborto libre en cualquier momento del embarazo y que luego manifiesta tanto interés ecologista en favor del medio ambiente y de los animales, ecologismo que comparto y al que dediqué un artículo en estas columnas el verano pasado: Cristianismo y ecología. Pero no podemos tener más interés por las focas que por los fetos.

Sin embargo, tampoco podemos los católicos dar un juicio simplista sobre las abortistas y los proabortistas, tratándoles sin más de matricidas o de herodes, ignorando los matices que se dan en las diferentes posturas ante el problema, así como los condicionamientos sociales, morales y psíquicos por los que pasan muchas mujeres para tomar tan grave decisión. Hay que reconocer también que no es fácil para el legislador prescindir completamente de la legislación de los países de su área geopolítica, como le ocurre a España en relación con la Comunidad y con Europa en general.

Pero tampoco se puede prescindir en este aspecto de las garantías de nuestra Constitución hacia la vida humana en todos sus supuestos. Además, habría que educar mejor a la sociedad para evitar que se produzcan embarazos indeseados e indeseables, sin acudir al aborto como último recurso. No se puede jugar alegremente con la vida; ni con la propia, y menos, con la ajena.

La conciencia no nos permite hacer, apoyar, ni siquiera aceptar voluntariamente lo que consideramos contrario a nuestros principios. Pero la caridad no nos impide, sino todo lo contrario, conocer las razones y motivaciones de los otros, reconocer la parte de verdad que en ellos podamos descubrir, respetar y amar a las personas, y seguir colaborando con ellos en otros muchos campos en los que podemos coincidir plenamente, en favor del hombre y de la sociedad.

Alberto Iniesta es obispo.

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