Dos pasos atrás
LA DIMISIÓN del ministro de Comercio de Israel, Ariel Sharon, motivada por su oposición a cualquier iniciativa de paz que incluyera la renuncia a territorios, la negociación con palestinos o la celebración de cualquier elección en Gaza y Cisjordania -puntos todos ellos incluidos en los planes propuestos por el secretario de Estado norteamericano, Baker-, conllevaba la desaparición del ala más conservadora del Likud, partido del primer ministro, Shamir. Éste perdía así el contrapeso frente a su socio de coalición grubernamental, el laborista Simón Peres, y no tendría más remedio que integrarse en el proceso de negociación que preconizan Egipto y Estados Unidos.No pudo ser. Con los años, el Gobierno de Tel Aviv ha perfeccionado la triquiñuela política de estar siempre al borde de una concesión definitiva que va a facilitar la paz, para dar marcha atrás en el último segundo. Las razones aparecen como por ensalmo: no hay garantías de fronteras seguras, la OLP no depone las armas, las facciones israelíes más conservadoras serían capaces de cualquier locura, no se puede discutir con terroristas... Siempre existe un motivo que retrasa la negociación tan apetecida por todos.
El último impedimento ha nacido, paradójicamente, de la perestroika. El extraordinario incremento del número de judíos que podrán inmigrar de la URSS plantea a Tel Aviv la necesidad de asentarlos en los territorios ocupados, lo que incluye su parte más sensible, el Jerusalén oriental. La decisión de hacerlo ha colmado el vaso de la paciencia norteamericana porque desdeña todas las razones invocadas hasta ahora para acabar con un colonialismo de facto sobre unas zonas que, al menos verbalmente, se declaran palestinas. El presidente Bush ha criticado duramente la decisión de Shamir, y lo cierto es que nunca han sido tan frías las relaciones entre Israel y EE UU.
Por su parte, el plan Baker prevé reuniones consecutivas en Washington y en El Cairo de delegados estadounidenses, egipcios e israelíes para llegar a definir con qué representantes palestinos estarían dispuestos a negociar la convocatoria de elecciones en los territorios ocupados. Considerando el trabajo que está costando el que se dé este paso previo, angustia pensar lo que ocurrirá el día en que, reunidos por fin los antagonistas, tengan que definir para qué han de servir las elecciones.
Hace una semana, el primer ministro israelí pareció sugerir que daría su consentimiento a discutir con norteamericanos y egipcios sobre la posibilidad de sentarse a una mesa con una delegación palestina compuesta por residentes en los territorios ocupados. Por un momento dio la sensación de que Shamir relegaba sus exigencias previas de que ningún miembro de la delegación contraria perteneciera a la OLP, hubiera sido expulsado de Gaza o Cisjordania o fuera residente del Jerusalén árabe. Aceptaría la ficción de que cualquier palestino residente en los territorios ocupados sería un buen palestino, independientemente de si hubiera regresado a ellos el día anterior. Todo estaba dispuesto; la paz estaba a un paso. Incluso parecía que, en la refriega, el propio Arafat, líder de la OLP, perdía posiciones en beneficio de los palestinos residentes en Gaza y Cisjordania. No había de ser así.
En el último momento vuelven a surgir las discrepancias: las surgidas en el Likud, en cuyo seno Shamir se ve obligado a luchar contra el ala más reaccionaria que le acusa de traición, y las del laborismo de Simón Peres, que sufre las mismas dificultades a manos de sus halcones. En vista de ello, un nutrido grupo de políticos palestinos de primera línea, cansado de tanta discusión que sólo perjudica a su causa, acaba de anunciar que sólo la OLP tiene derecho a decidir la composición de su delegación. Y así, como de costumbre, nuevamente se han dado dos pasos hacia atrás.
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