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Nicaragua, la moral, la historia y Cuba

En los años sesenta, André Gorz, o Michel Bosquet (era lo mismo), reflexionaba sobre la moral de la historia, compleja cuestión que hoy sería considerada démodé por cualquier profeta de la posmodernidad, pero que de cuando en cuando se impone como una asignatura pendiente. La victoria de la UNO en las elecciones nicaragüenses ha sido la victoria de la democracia, pero también la del cinismo, de la doble verdad encamada en un Hermes bifronte: la cara feroz de los contra respaldados por Estados Unidos desestabilizando el régimen sandinista durante más de siete años y la cara limpia y honesta de Violeta Chamorro enseñando las manos llenas de marido mártir del somocismo y de hijos divididos por una guerra fratricida. Pero a poco lúcida que sea Violeta Chamorro, en algún momento de sinceridad consigo misma será consciente de que debe su victoria a la presión criminal del mismo imperio del bien que durante un largo pasado protegió al somocismo y, por tanto, fue el padrino indirecto del asesinato de su marido.El Frente Sandinista confió demasiado en el respaldo ideológico y emocional de las masas. Las dificultades materiales, las secuelas humanas de la guerra, la apreciación subjetiva de que en el mundo entero se están desmoronando los valores de una cultura socialista radical han conseguido reducir el número de nicaragüenses dispuestos a plantar cara al imperio del bien. Pero la reducción deja, sobre el tablero de ajedrez donde Fischer y Kasparov juegan la partida del autodesbloqueo, un 41% de nicaragüenses aún dispuestos a pasar privaciones, a luchar frente a la contra, a respaldar el sandinismo, en suma. Son todavía demasiado justos, en el sentido existencial militante de la palabra, como para que el imperio del bien pueda dormir tranquilo. Frente a ese 41% sandinista aparece un 55%, aritméticamente victorioso, pero dividido en las 15 o 16 fracciones que integran el frente de la UNO: desde la ultraderecha possomocista hasta una extraña familia política que se autoproclama marxista, en la evidencia de que con 1.000 pesetas de ideología cualquiera puede reivindicar la propiedad total de la teoría. Violeta Chamorro, blanca y amarilla, los colores pontificios, a bordo del papamóvil utilitario y sagazmente emblemático, ha representado la esperanza de la paz y el Plan Marshall. "Primero el estómago y luego la moral", proclamaba sabiamente un personaje, rebelde primitivo, de Bertolt Brecht, y desde ninguna estatura ética se le puede exigir a la mayoría social nicaragüense que elija el heroísmo sandinista, y aún menos desde este cómodo balneario europeo. Pero esa mayoría social que ha respaldado las promesas de Chamorro convertirá su voto en un bumerán a poco que esas promesas sean incumplidas y tanto la contra como el Departamento de Estado norteamericano enseñen su verdadero rostro revanchista y una relativa impotencia asistencial. Si la UNO mantiene su cohesión democrática y no acomete un proceso involucionista será bajo la presión de ese 41% de sandinismo social.

Es en este punto cuando aparece el factor inteligencia histórica que debe utilizar el sandinismo por encima de la emocionalidad de sus propios seguidores. Si tras muchos años de privaciones, de espartanas levas militares, de aislamiento económico y político, ha conseguido aglutinar tan espléndida base social, ahí está el punto de partida de una formación política de cultura transformadora, capaz de ser una pronta alternativa de poder ante la fragmentada UNO. Lógicamente, el sandinismo debe respetar las reglas del juego democrático y las consecuencias electorales, pero también lógicamente nadie en el lugar que ocupa, política y estratégicamente, el sandinismo entregaría los aparatos más coactivos del Estado, el Ejército y el Ministerio del Interior, a mandos de origen somocista, que los utilizarían en un implacable ajuste de cuentas. Si los sandinistas han de ser inteligentes para asumir plenamente una estrategia democrática de alternativa de poder, la patata caliente de la ética de Estado democrático pasa íntegramente a Violeta Chamorro. ¿Va a permitir que sus compañeros de papamóvil de la ultraderecha ejerzan un revanchismo provocador? ¿Dispone de suficientes socios demócratas legítimos como para propiciar un proceso moderador de reconciliación nacional? ¿Cómo va a digerir el metabolismo complejo de la UNO la factualidad de un Ejército sandinista de nueva planta que responde a la cultura de un ejército popular? Los sandinistas han de reorientarse a partir de la evidencia de una derrota cuantitativa, aritmética, pero la UNO tiene demasiadas contradicciones de origen y de proyecto como para garantizar una hegemonía a la vez democrática y pragmática en relación con estructuras inevitables heredadas de la revolución sandinista. Y en Nicaragua no se trata simplemente de quitarles los claveles a los fusiles de siempre, sino de devolver los fusiles a los que los tuvieron siempre hasta que los sandinistas con su victoria popular aplicaron su moral de la historia. Una más entre otras. Es cierto.

Inevitablemente, tanto los curiosos de buena fe como los hostigadores de comunistas en horas supuestamente bajas plantean el ser o no ser de la revolución cubana como el último baluarte de la ortodoxia leninista. Si ha fracasado el empeño estalinista de construir "la patria del socialismo", como centro irradiador de una revolución mundial, con más razón estaría condenada al fracaso una realidad revolucionaria aislada, a pocas millas del imperio del bien y de economía dependiente de un trato preferente soviético y del hasta hace poco existente bloque socialista. Cada país de socialismo real en proceso de transformación parte de un sustrato histórico diferente, y los sustratos condicionan desde la formación de las lenguas hasta la de las organizaciones políticas. El fidelismo no lo tiene fácil, y haría un flaco favor a la dinámica revolucionaria cubana e internacionalista atrincherándose en una resistencia numantina ante las discrepancias interiores y los acosos exteriores que va a padecer. La historia nos ha demostrado el relativismo de la moral, pero las revoluciones se hacen para combatir el sufrimiento social, y todo revolucionario ya sabe que es inmoral generar un sufrimiento cuantitativa o cualitativamente superior al que trata de erradicar. Fidel Castro debería ser el Gorbachov de Cuba antes de que las circunstancias le sitúen en la lógica de un Ceaucescu, salvando toda clase de distancias con ambos puntos de referencia. Los objetivos de emancipación de las personas y los pueblos siguen intocados, pero los procesos han adquirido otra lógica y, en mi opinión, una dimensión universalista mucho más interesante que el mundo bipolar del equilibrio del terror. El final de la guerra fría significará la posibilidad de reconducir la lucha de clases hacia un dinamismo creador, condicionado por las realidades de opresión y las necesidades de emancipación allí donde se den. Precisamente reconstruir una cultura de la solidaridad internacional pasa por anular viejos esquemas solidarios ligados a tácticas y estrategias de una política de bloques.

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Quien a buen bloque se arrima, buen bloque le cae encima. Lástima que Carlos Puebla ya no le pueda poner música a este estribillo, como asunción empírica de que la revolución cubana no debe autobloquearse por los excesos del fundamentalismo ni por los intereses de un aparato burocrático.

M. V. Montalbán es periodista y escritor.

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