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Tribuna:LA CULTURA EN LOS NOVENTA / ARQUITECTURA / 1
Tribuna
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El 'bonsai' de Berlín

En los noventa propongo ser berlinés; berlinés a la manera de aquel personaje de Alfred Döblin que decía: "No hay que darse importancia en el destino. Soy enemigo de la fatalidad. No soy griego, soy berlinés". Sesenta años después de Berlín Alexanderplatz, la historia desdichada y testaruda de la ciudad es la historia del sueño europeo: no hay proyecto político que no la haya golpeado ni herida cultural cuya cicatriz no ostente; no hay voluntad más tenaz de resistir al infortunio, y tampoco hay retrato más verídico de la arquitectura reciente que el reflejado en su espejo de metal.A esta capital efímera del continente, devastada por los bombardeos y las demoliciones, se le cortaron cuidadosamente las raíces hace cuatro décadas y se la encerró en una maceta de hormigón hace tres: ha sido una ciudad bonsai, hermosa y detenida, hasta que se ha roto el corpiño alambrado del muro. Enemigo de la fatalidad, el bonsai berlinés se ha propuesto hoy crecer, y acaso no sea ése un mal proyecto para la arquitectura que viene.

En la etapa más reciente de su historia, Berlín ha sido un permanente laboratorio de arquitecturas, en tendidas fundamentalmente como ensayos estéticos de vanguardia. Una multitud de pequeños encargos a la elite internacional de diseñadores ha hecho de la ciudad un museo al aire libre donde se recopilan todos los estilos de los ochenta, del posmoderno a la deconstrucción Rossi, Hollein, Krier, Ungere, Siza, Stirling, Moore, Isozaki, Hertzberger y Eisenmann son algunos de los nombres que se han añadido a la nómina de una ciudad que había visto ya construir a los grandes maestros modernos: Scharoun, Gropius, Aalto, Le Courbusier o Mies van der Rohe.

Los dos últimos, por cierto, vieron celebrar sus respectivos centenarios también durante la pasada década, y el talante de las conmemoraciones fue revelador. A los dos arquitectos más influyentes del siglo se les presentó sobre todo como artistas refinados, poniendo en segundo plano su voluntad reformadora o sus perfiles proféticos, esa mezcla de totalitarismo y redención que tan inseparable parece de tantas arquitecturas modernas. En contraste con los enconados debates que en otros campos suscitaron las simpatías políticas de Céline, Pound, Heidegger o Paul de Man, los críticos -con pocas excepciones- evitaron referirse en detalle a los esfuerzos de Mies por entenderse con los nazis o a los largos meses de Le Courbusier en Vichy. La arquitectura como aventura plástica ha oscurecido eficazmente su dimensión como soporte de ideas o como instrumento de poder.

El zoo arquitectónico de Berlín es probablemente un buen ejemplo de los intereses formales y los desintereses sociales de los años ochenta. Arquitecturas del más variado aspecto y procedencia conviven allí en cautiva armonía. Italianos racionalistas, americanos deconstructivos, británicos posmodernos o japoneses palladianos ocupan solares contiguos, como animales enjaulados, exóticos y hermosos.

La repostería azucarada del comienzo de la década ha dejado paso a la actual moda ácida de edificios descoyuntados por descarrilamientos rusos o terremotos californianos (según se inspiren en el constructivismo o en el bricolage) sin que la estructura del circo estilístico se haya modificado apenas. Sin embargo, la gran convulsión histórica que ha destruido el muro ha arrasado también la aceptación fatalista de un destino anunciado: el bonsai puede ahora crecer y transformarse en bosque, el laboratorio en fábrica, el zoo en selva. La palabra futuro vuelve a evocar oportunidad y riesgo. No somos griegos, somos berlineses.

Si nos limitáramos a extrapolar las tendencias actuales, diríamos cosas parecidas a éstas; en los noventa, el posmoderno de arcos, columnas y frontones será un estilo histórico, al que se volverá con el mismo espíritu de revival que al mambo de los cincuenta o al art-déco; la deconstrucción de diagonales y pinchos se agostará con la fatiga de los psicoanalistas que tratan a sus principales arquitectos; la alta tecnología seguirá siendo un lujo al alcance de muy pocos -quizá sólo los japoneses puedan pagarla por entonces-; el regionalismo, que hace de la necesidad virtud, continuará en el Tercer Mundo; serán cada vez más pobres, más regionales y más virtuosos; el expresionismo más o menos organicista florecerá como el estilo vernáculo del centro y el este europeo; el clasicismo tradicionalista del príncipe Carlos desbordará el ámbito anglosajón para convertirse en el estilo característico de todo el dinero nuevo y buena parte del viejo; el realismo sucio proliferará en las periferias duras y en las galerías de arte blandas. Las ciudades serán parques temáticos en los que coexistirán con tolerante pluralismo todos estos estilos y algunos más.

Esperanza y pánico

¿Merece la pena emborronar el espacio de la página y el tiempo del lector con este género de pronósticos? Muchos de mi generación hemos aprendido a contemplar el futuro con un cierto hastío narcótico. Corrompidos por el cinismo, las decepciones y la inteligencia, hemos acabado por asociar la lucidez con un talante resignado e irónico que no reconoce otro futuro que la extensión de las tendencias del presente. Los acontecimientos del último año, sin embargo, han conmocionado esas certezas escépticas, haciendo del porvenir inmediato un interrogante abierto. ¿Cómo se puede pronosticar la década de los noventa, cuando el propio año que ahora comienza es de una incertidumbre panorámica? Ese futuro que esperábamos displicentes nos ha golpeado con su rádicalidad torrencial.

Hace unos meses decíamos: "No me gusta el futuro, pero no quiero perdermelo". En la frase combinábamos un mohín fastidioso de disgusto con el apetito ajado del voyeur. Hoy el futuro nos arrolla y nos emplaza. Está por ver si una generación que algunos han descrito como compuesta sólo de arrepentidos o desesperados puede permanecer impávida frente a la historia abierta en canal.

La revolución de 1989 alberga en su vientre la esperanza y el pánico. Los europeos ricos, atrincherados frente a las demografías oceánicas de su. entorno, sienten cómo la tierra tiembla bajo sus pies calzados. La pequeña meta doméstica del Acta Única, ese ungüento de Jacques Delors contra la euroesclerosis, se ha desdibujado como un rostro de arena: el 89 ha borrado el 92, y nadie parece sentirlo demasiado. El futuro que esperábamos de capitales veloces y consenso mediático se ha tornado improbable. Europa, en su año cero, ya no teme el riesgo finlandés, sino el riesgo balcánico. El mundo se unifica aceleradamente bajo una sola superpotencia y, al mismo tiempo, se fragmenta sin remedio. Los que vivimos en el área del marco repasamos la historia anterior a Yalta y hemos vuelto a estudiar geografía.

En este vertiginoso fin de siglo importa poco si la moda que viene es plateada o gris, si Norman Foster conseguirá el premio Pritzker, o si Philip Johnson lanzará otro estilo. Importa sólo si la arquitectura sabrá ser política y doméstica, poniéndose al servicio de la ciudad y la casa, articulando el dominio público con el privado y defendiendo ambos; si sabrá ser un instrumento de protección de nuestra auténtica casa común, el planeta, y de sus inquilinos más débiles, o, por el contrario, una fuente de agresiones y riesgos; importa sólo si la arquitectura será en los noventa -empleando una expresión de los sesenta- parte de la solución o parte del problema.

Si en la próxima década se prolongará el actual empacho formal, expresado plásticamente en la entretenida ensalada de los estilos en feliz coexistencia, es, desde luego, una incógnita. Pero si así ocurriese significará sin duda que algunos berlineses hemos vuelto a fracasar en el empeño. Como tenemos práctica, es de esperar que lo encajemos con filosofía. Enfriaremos las brasas de la voluntad y cultivaremos nuestro bonsai. De plástico, por favor.

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