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Democracia y economía

Jorge G. Castañeda

Más allá de su espectacularidad y sorpresa, la derrota de Daniel Ortega en los comicios nicaragüenses del domingo pasado debe ser vista desde una perspectiva más amplia y de largo plazo. Conviene ubicar el verdadero desastre de los revolucionarios sandinistas en el contexto de un doble proceso. La primera faceta de este último refleja el rechazo en todo el continente a los gobernantes de turno. El rechazo tiene un origen: la conjunción de un decenio perdido en materia económica y social, y la democratización real de la mayoría de las naciones latinoamericanas. El segundo aspecto del mencionado proceso se refiere a la terrible crisis por la que atraviesa la izquierda latinoamericana, y que sin duda se verá agudizada en tiempos venideros.Si algún país ha sido devastado por la década recién concluida es Nicaragua. La guerra organizada y financiada por Estados Unidos, el embargo comercial y financiero norteamericano y los indudables errores de gestión de la dirigencia nicaragüense han convertido aquel país en un auténtico páramo económico y social. Pero Nicaragua es en realidad, junto con El Salvador, sólo el caso extremo de un movimiento que rebasa las fronteras centroamericanas. El hemisferio en su conjunto ha pasado por una de las peores crisis de este siglo: el estancamiento económico generalizado, la regresión social y la descapitalización social son las características de una evolución desoladora. En el hemisferio entero, durante todo el decenio, el producto per cápita creció únicamente en Colombia, y se mantuvo sólo en Chile y la República Dominicana.

Junto con este desastre de desarrollo, América Latina vivió, sin embargo, un avance democrático real. Sin llegar al idilio representativo descrito por el conservadurismo estadounidense, el hecho es que las dictaduras cayeron o se desvanecieron paulatinamente, los militares volvieron (de buena o mala gana) a sus casernas y la pesadilla autoritaria de los setenta quedó atrás. Al combinarse ambos fenómenos -la apertura democrática y el retroceso económico-social-, los electores votaron con la tripa: "Sortez les sortants".

El Frente Sandinista llegó tarde a la fiesta electoral latinoamericana debido al sesgo antielectoral propio de su abolengo marxista -leninista, aunado al mito del origen revolucionario legitimador y al acoso norteamericano. Pero llegó, y en realidad su desempeño, aunque muy inferior a las expectativas propias y ajenas, se compara favorablemente con el de otros equipos gobernantes de América Latina. El análisis previo a los comicios se vio falseado por la danza de los sondeos de opinión y de las manifestaciones infladas y montadas. Al igual que en México en 1988, las encuestas hicieron caso omiso de un dato fundamental en un país donde impera el miedo y se carece por completo de tradición democrática: al ser interrogada sobre su intención de voto, la gente miente. Lo hizo en México al esconder hasta el 6 de julio su preferencia por Cuauhtémoc Cárdenas, lo hizo en Nicaragua hasta el domingo pasado.

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La obtención del 41 % del voto por un presidente en funciones, con 10 años de guerra, miseria y asedio externo de por medio, no debe avergonzar a nadie. Es de dudarse que aun si las presiones crecientes forzaran la celebración de elecciones limpias en los dos sistemas políticos autoritarios que permanecen en pie en la región -Cuba y México-, sus respectivos partidos únicos arrojarían un resultado comparable. El Frente Sandinista perdió porque lo abandonaron los jóvenes -debido al servicio militar-, los más pobres -marginalizados por la crisis económica- y el sector de la sociedad que pensó -con toda razón- que el camino de la comida pasaba por Washington y por la derrota de Daniel Ortega. Por último, el sandinismo fue vencido por el lastre que el propio Frente decidió cargar desde 1979: su identificación -quizá injusta y sin duda indebida- con Cuba, con el bloque socialista y con la URSS. Al caer o tambalearse estos compañeros de ruta, la población nicaragüense prefirió no mantenerse aislada e hizo caer también al hermano menor.

El fin del paradigma externo ha sumido a la izquierda latinoamericana en su conjunto en una depresión colectiva. El haber descuidado durante tantos años los problemas de la democracia, de la gestión económica y del vínculo con Estados Unidos la dejó desarmada ante el desplome del campo socialista y el final de la guerra fría. No es casualidad alguna que en los únicos casos donde las fuerzas de izquierda o centroizquierda se encuentran intactas y en auge -Brasil y México-, éstas se identificaron desde antes de la era de Gorbachov con la lucha por la democratización de sus respectivos países y nacieron desprovistas de cualquier nexo orgánico o ideológico con Cuba ola URS S. Desde la perspectiva de esta crisis, la próxima cura de oposición del Frente Sandinista tendrá que ser benéfica.

Daniel Ortega y sus correligionarios han demostrado en los últimos meses un apego insólito a las formas democráticas. No existen motivos para sospechar que la decisión de pasar a la oposición no sea de fondo. Les permitirá reencontrarse con su gente -los que quedan-, despojarse de los hábitos soberbios y prepotentes de 10 años de poder absoluto y aprender de nuevo a luchar por el poder. Lo tendrán que hacer ahora con reglas nuevas: las que ellos mismos fijaron y le entregaron a su país, en un gesto obligado tal vez, pero indudablemente noble y generoso. Los sandinistas le han hecho un gran servicio a su propio destino y a su patria. Se han vuelto un ejemplo que las asignaturas pendientes harían bien en seguir. Salvarían su lugar en la historia -Cuba- y le ahorrarían al país -México- una posible tragedia.

Jorge G. Castañeda es profesor de Historia de la universidad de México.

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