¿Máscaras, me conoces?
La gracia de los carnavales consistía en ponerse antifaz y preguntarle a otro disfrazado: "¿Mascarita, me conoces?". Generalmente la mascarita no reconocía a nadie, o fingía no reconocerlo, y era suficiente para darse un achuchón.Eso sucedía en tiempos antiguios. Oh, sí, alguien podrá allegar distintas motivaciones ludicias al carnaval, pero ninguna tenía mayor consistencia que el achuchón. Y después del achuchón, el escándalo.
Un carnaval que se precie ha de ser erótico, herético y ético, anatematizado por el clero y perseguido por la justicia. En un carnaval ha de haber crueles antruejadas, rey de gallos procaz, gran regocijo, desacato; el entierro de la sardina ha de ser blasfemo y sacrílego; y luego, que truenen los curas desde el púlpito llamando a la penitencia. Es decir, todo lo contrario al híbrido de verbena y circo subvencionado por el Ayuntamiento que es, en tiempos modernos, el carnaval madrileño.
Los disfraces no hacen carnaval, como el hábito no hace al monje, y menos en estos tiempos en que parece carnaval todo el año. Los vestidos de cada día valen para carnaval, o viceversa, y un hombre que se vista de mujer no va disfrazado, es un travestido, gente corriente que te aborda por la calle y te dice: "¿Me das fuego, chato?".
El carnaval pasará inadvertido, la Cuaresma que viene después pasará asimismo inadvertida en justa correspondencia, sin pecadores el demonio no tendrá clientela, sin penitentes el clero tampoco, y los madrileños, siempre muy suyos, seguirán viviendo a su aire, ajenos al calendario. Lo cual es una actitud bastante civilizada, pero también bastante aburrida, francamente.
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