Nombre de guerra
El vicepresidente del Gobierno solicita que los ciudadanos crean en su honradez personal. Sea. Admitamos que no se ha beneficiado personalmente de los tejemanejes de su hermano. Pero le creemos bajo palabra: porque él lo dice, y no porque ello se deduzca necesariamente, en una secuencia lógica, de los datos conocidos. Porque si fuera verdad lo contrario, los hechos no habrían tenido por qué producirse de manera diferente: para un político que ocupa un cargo público de gran relieve, la forma más normal de cubrirse las espaldas para el futuro no sería el enriquecimiento personal, sino el de sus allegados. Así pues, si los ciudadanos aceptan su palabra y creen en su honestidad, es por intuición, por una impresión subjetiva, y no porque los hechos objetivos hagan impensable la hipótesis contraria. Esa impresión subjetiva se afianza por el hecho de que hace un año Alfonso Guerra cortó toda relación con su enriquecido hermano. Tal vez sea ése su principal aval en este asunto. Pero si cortó la relación con Juan Guerra tras haberle considerado su hombre de confianza, es que desaprobaba su actuación. Luego la conocía. Es lo más lógico. Mucho más, en todo caso, que lo contrario: que, habiendo observado el radical cambio de vida de su hermano, manifestado en signos externos como la compra de coches caros, etcétera, no se le ocurrió preguntar. Además, esta segunda hipótesis sería más preocupante que la otra. Más grave que saber -y negar que sabía- sería haber cerrado los ojos: negarse a darse por enterado para evitar eventuales reproches. Con el agravante de que no saber implica también que nadie se atrevió a decirle aquello de lo que todos hablaban. Terrible sino el de alguien a quien se teme tanto que nadie osa decirle algo que pueda disgustarle.Esto último tiene que ver con eso que la gente llama guerrismo. No es que el guerrismo pueda explicarse únicamente por el temor, pero éste es un factor sin el que aquél sería algo muy distinto a lo que es. Guerrismo sería, sin ir más lejos, que los dirigentes de TVE no se atrevieran a retransmitir en directo el debate del jueves, afirmando que carecía de interés. La explicación alternativa, que esos dirigentes sean tontos, resulta más inverosímil que la de que no se atrevieron por miedo a disgustar. Guerrismo es también, en esa percepción intuitiva que tiene la gente, la confusión algo chapucera, y con coartadas diversas, entre lo privado y lo público. Afirmar que Juan Guerra ocupaba unas oficinas públicas por el hecho de que su hermano era, además de vicepresidente del Gobierno, dirigente del partido socialista implica dar la razón a los acusadores. A la confusión genérica entre lo público y lo privado se añade la identificación del partido con la Administración. Empeora la cosa. Y, partiendo de esa confusión, ¿cómo podría creerse que el rápido enriquecimiento de Juan Guerra es independiente de la apariencia de oficialidad que a sus gestiones daba el hecho de ocupar una oficina pública, según hacía constar en sus tarjetas personales? Si no fue por la apariencia de delegado plenipotenciario de una importante personalidad política -que sus visitantes o interlocutores deducían de indicios tan clamorosos como ese despacho-, ¿qué otra explicación cabe para la receptividad hallada por ese ciudadano particular en sus gestiones ante diversos organismos? Más concretamente: las personas que retribuían las mediaciones de Juan Guerra ¿pensaban que pagaban sus servicios a un particular o a un partido? ¿O mitad y mitad?
Esto lleva a otro aspecto de la cuestión: la probable continuidad entre los negocios (o mediaciones, o gestiones retribuidas, o comoquiera llamársele) realizados por cuenta de los partidos y los realizados a título particular. El libro de Carlos Dávila y Luis Herrero sobre Alianza Popular, así como los episodios conocidos del llamado caso Durán ofrecen datos indicativos de que esa vía suplementaria de financiación de los partidos, relacionada con decisiones administrativas, no sólo afecta al PSOE. Parece probable que uno de los efectos de esas prácticas, admitidas casi como inevitables, sea estimular la aparición del otro tipo de corrupción: la generada en torno a individuos que aprovechan la confusión para lucrarse con la coartada de que una parte es para la causa. No es difícil de imaginar que las relaciones establecidas por ese procedimiento sirvan con el tiempo para asuntos ya totalmente privados. De ahí deriva el clima de suspicacia que se ha extendido últimamente.
No puede decirse que la intervención de Guerra contribuyera a disiparlo. Al generalizar la sospecha mediante la exhibición de cartas privadas y otros documentos, Alfonso Guerra fue poco coherente con el argumento esgrimido por su partido para negarse a la constitución de una comisión de investigación: el de que los socialistas no contribuirían a arrojar indiscriminadas sombras de duda sobre la clase política. Al vicepresidente cabe reprochársele esa falta de coherencia. También, que situase en el mismo plano una carta de recomendación para la contratación de una secretaria y el asunto que había motivado el Pleno. Pero si lo que se dijo sobre el alcalde de Burgos, por ejemplo, no podría ser utilizado como justificación válida de lo de Juan Guerra, también es cierto su recíproco.
Las acusaciones del vicepresidente, y más tarde de Felipe González, contra los medios de comunicación no pueden ser despachadas a la ligera. La excitación que en determinados informadores y comentaristas produce el olor a sangre (de político) es bastante indecente. Más que dudoso resulta que el móvil de quienes viven de la extensión de la sospecha -con frecuencia presentada bajo el dudoso aval de innominadas fuentes que han informado a "este columnista"- sea la moralización de la vida pública. Pero ocurre que, en el caso concreto de Juan Guerra, la Prensa ha sacado a la luz algo más que sospechas inconcretas o imputaciones insidiosas. Por ello, la constatación de esa amarillismo o mala fe podrá ser interiorizado por Alfonso Guerra como un consuelo psicológico, pero ello no es suficiente argumento para borrar aquello que puede considerarse establecido: que el enriquecimiento súbito del hermano es inexplicable sin la utilización de su condición de tal.
Lo que a su vez conduce a una consideración final, de orden psicológico. Alfonso Guerra es prisionero de su propia imagen. Casi podría decirse: de su propia impostura. Esa imagen está compuesta de gestos indicadores de un gran desprendimiento personal y de una absoluta ausencia de apego al poder. Ocurre sin embargo que tal imagen es escandalosamente contradictoria con el Alfonso Guerra controlador, celoso vigilante de la fidelidad de los demás, implacable fustigador de los tibios. Características todas ellas de quien está obsesionado por el poder. Guerra se traicionó cuando afirmó en televisión que el problema era que los demás le consideraban "muy importante para el proyecto socialista". ¿Los demás o él mismo? Pretender, como ciertos teólogos, ser considerado a la vez un héroe cósmico y el más humilde servidor de los desposeídos revela una soberbia de doble entrada. Más que los resquemores por sus descalificaciones ha sido el sordo rencor producido por esa impostura lo que ha polarizado tantos odios contra él. Dentro y fuera. Y a la hora de la verdad ha demostrado no ser un auténtico número dos (digamos un Abril Martorell). El verdadero número dos sólo aspira, como mucho, a que el número uno se considere a sí mismo un impostor. Pero nunca lo arrastraría en su desgracia.
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