Una oferta envenenada
A PRIMERA vista, la oferta de los narcotraficantes colombianos de desmantelarlo todo, suspender los envíos de cocaína al mercado mundial, interrumpir las hostilidades con el Gobierno y devolver a los secuestrados con tal de no ser extraditados a Estados Unidos, sugeriría que, efectivamente, los cárteles de la droga han perdido la guerra y se han rendido. Sin embargo, y con independencia de lo que finalmente decida hacer el Gobierno de Bogotá con ella, la iniciativa constituye una especie de regalo envenenado: unos asesinos que han tenido a un país al borde de la catástrofe, que han matado y corrompido sin límite, que han secuestrado, no merecen más que ser perseguidos sin descanso hasta que el último de ellos esté en la cárcel, y su organización, desmantelada; pero Colombia es un país que padece desorden y sangre desde después de la II Guerra Mundial, y es normal que allí, más que en ningún otro lugar, haya cobrado fuerza la tentación de conseguir la paz a casi cualquier precio.Las banderías políticas que degeneraron en movimientos guerrilleros, seguidas de venganzas y brutales desestabilizaciones provocadas por ejércitos particulares de la oligarquía minera y ganadera, contribuyeron durante años a mantener el país en permanente estado de guerra civil larvada. Pero, mientras se montaban lentamente los mecanismos que encarrilaran a los extremismos políticos hacia la normalidad, el nuevo fenómeno del comercio de la droga añadía a la situación un elemento de corrupción ni mucho más anarquizante, que eclipsaba toda otra violencia.
La capacidad de muerte y corrupción de los narcotraficantes era tan infinitamente superior a cualquier otro de los elementos de la vida colombiana que acabó por no existir más que un método de lucha contra ellos: su extradición a Estados Unidos para que fueran castigados allí donde acaba su capacidad de chantaje. Este método de lucha no tenía nada que ver con la represión del tráfico, con el control del consumo en el mundo desarrollado o con el montaje de estériles campañas de cultivos sustitutorios; era simplemente el sistema para apartar a los criminales de un escenario en el que no era posible castigarlos.
El Estado ganó una importante batalla contra los traficantes cuando fue rechazada la posibilidad de someter a referéndum -tal como se había propuesto en una comisión parlamentaria- la decisión de extradir a los cabecillas del comercio de la droga. La consulta se hubiera convertido inevitablemente en un plebiscito en el que una población amenazada tendría que haber elegido entre los criminales o las instituciones del Estado, con la posibilidad, cierta, de que estas últimas fueran derrotadas. En el ánimo de los traficantes puede haber influido esta última derrota, pero tras la humildad que destila su propuesta se esconde la sospecha de que, tal vez, mucho de lo que allí se contiene ha sido ya negociado. El propio presidente ha declarado al referirse a la oferta que "toda guerra acaba en una mesa de negociaciones". Y es inevitable pensar que, antes de responder positivamente al ofrecimiento de los extraditables, los notables (dos ex presidentes y un político de izquierda, hombres de gran poder, inevitablemente investidos de cierta autoridad delegada por el Gobierno) hayan tenido conocimiento previo de los propósitos de aquéllos.
Del lado de los traficantes, las dudas sobre la sinceridad de sus propósitos sólo se disiparán si, antes de obtener respuesta del Gobierno, dejan en libertad a todos los rehenes y empiezan a desmantelar su aparato bélico de forma evidente. Del lado de las instituciones debería quedar claro que cualquier eventual diálogo con los responsables de tanta destrucción debe tener como límite las leyes y las reglas de juego de la legalidad republicana. Si no, el precedente establecido dejaría inermes a las instituciones democráticas frente a futuras extorsiones de éstos o de otros maleantes cualquiera. Sentado ese principio, cualquier posibilidad de alcanzar la paz debe ser estudiada sin complejos, por muy sucios que sean los motivos de los traficantes.
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