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'Perestroika' universal

La tremenda ofensiva que está desarrollando Mijail Gorbachov tiene como objetivo intelectual la destrucción de una cierta versión de la historia. La perestroika aspira a la reconstrucción de un mundo socialista, aunque quizá en el recorrido deje de serlo, y esa tarea tropieza con grandes dificultades materiales. Pero no el menor obstáculo que halla es el de liquidar una vulgata de la historia que oscila entre lo cínico y lo grotesco. Sin ese barrido textual que restablezca la salud de una memoria colectiva es imposible que el ciudadano participe plenamente en la reconstrucción de la sociedad soviética.Como ha dicho Yuri Afanasiev, la perestroika es ante todo el restablecimiento de la historia. Ante ello, Occidente, retrepado en el éxito de ver cómo se desmorona el edificio del estalinismo, parece apenas interesado en preguntarse si tiene también cadáveres en el armario de los que librarse. Y de esa eventual disimetría de escrituras puede nacer todo tipo de problemas para la inminente invención del mundo que nos llega.

La Unión Soviética ocupó las repúblicas bálticas en 1944; desangró lo mejor de la oficialidad polaca en las fosas de Katyn en 1942; se equivocó horriblemente en 1956 cuando reprimió con el blindado la vía del comunismo nacional que barruntaba Imre Nagy para Hungría; eligió una abyecta estrategia defensiva cuando rodeó de un muro su mitad de Berlín en 1961; mostró un agudo desconocimiento de la historia al repetir la pasada por el tanque en Praga, 1968, cuando abortó la que probablemente era última oportunidad para que un Alexander Dubcek, póstumamente resucitado, reformara el comunismo desde dentro.

Las versiones para el consumo interior eran, en cambio, de un analfabetismo tétrico: el Báltico había pedido alborozado su ingreso en la federación leninista; húngaros y checoslovacos se veían amenazados por una contrarrevolución dirigida desde Washington; Katyn había sido cosa de un nazismo, que tampoco estaba allí para protestar; y el muro defendía de saboteadores al paraíso del comunismo prusiano. El ciudadano soviético comienza ya a saber que todo eso era mentira. Nunca es tarde para ir a la escuela, aunque sea de adultos.

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Visto desde Occidente, parece como si la Unión Soviética, mal que bien, estuviera llenando hoy una página en blanco después de haber hecho una bolita con el papelajo que la precedía. Sin embargo, la realidad no es del todo así.

Nadie dice en Moscú que la ofensiva contra el Berlín aliado en 1947, desarticulada por el pasillo aéreo norteamericano sobre Tempelhof, fuera una demoniaca idea de Stalin para seguir engullendo pueblos; nadie abjura de las repetidas propuestas soviéticas, que llegan hasta los años cincuenta, para la neutralización de una Alemania unificada; nadie se arrepiente de la petición que Stalin formuló a Truman para compartir los secretos nucleares como fórmula de distensión; nadie, finalmente, piensa que retirar a la RDA hasta la línea del Oder-Neisse fuera una mala idea.

George Kennan ha explicado magníficamente cuál había sido la obsesión de Moscú en el período de entreguerras: la de que no se repitiera la situación de 1919, cuando los aliados mordían en la periferia del país apoyando al moribundo zarismo. Para evitar un bis de la historia, Stalin quiso asegurarse en Yalta un cinturón de regímenes aceptables, aquellos que ya ocupaba el Ejército Rojo en 1945; pero que esos regímenes fueran del tipo finlandés o de sujeción directa, no estaba decidido de antemano, y aunque nada excusa a Moscú de los golpes de Estado en las capitales de Europa oriental entre 1946 y 1948, sería de muy poca perestroika pensar que Occidente es ajeno al giro que tomaron las cosas en esos años cruciales.

Primero está la bomba atómica norteamericana, que sólo podía verse desde Moscú como un movimiento estratégico agresivo en el equilibrio entre los dos bloques; inmediatamente después, la reconstrucción de la Alemania de los aliados concebida como un puesto. avanzado contra la Unión Soviética; así, en lugar de hallar un glacis entre los dos bloques, que habría sido una Alemania unificada, desmilitarizada y neutralizada, Moscú sintió redoblada la necesidad de dominar directamente el resto de su cojín territorial entre el Pripet y el Elba; finalmente, la doctrina Truman alineando a Turquía en la estrategia occidental, la intervención militar aliada en Grecia para asegurar la frontera del Egeo, la celeridad con que se incluía a Yugoslavia en la ayuda económica norteamericana y la batalla política por Italia, de la que hemos heredado el veto del famoso factor K, se inscriben en el cuadro de responsabilidades occidentales por la guerra fría.

En Occidente hay también, por ello, una perestroika a realizar, aunque resulte imposible una operación paralela a la soviética. Y ello es así porque en Moscú no hay todavía verdadera libertad y porque en Occidente la libertad de mercado no siempre resulta multiuso.

La Unión Soviética de Gorbachov es capaz de imponer hoy un mea culpa nivelador a cero a la espera de que un día se escriba una historia diferente y no sólo se niegue la anterior, porque el régimen sigue siendo básicamente autoritario; en Occidente, por el contrario, no es posible hacer otro tanto, porque la libertad reinante ya permitió hacerlo en su día, aunque nadie se haya enterado de ello. Historiadores occidentales como Kolko, Horowitz, Chomsky, el propio Kennan, han contado esa historia, haciendo un esfuerzo para subrayar que la guerra fría fue cosa de dos, y su versión ha sido ofrecida con los mismos derechos que cualquier otra al consumo público; pero el mercado sólo ha comprado una línea de masas, lan toscamente dibujada como perfecto reflejo de la soviética, aunque producto incomparablemente mejor terminado, como corresponde a la superior tecnología moral de Occidente. Y ese auténtico best seller de la geopolítica establecía la idea del enemigo sin fisuras, mientras el enemigo hacía otro tanto, por supuesto con mucha mayor grosería intelectual: cientos de miles de soldados ocupando la tierra de sus propios aliados.

Esas dos versiones han estado ahí explicando el mundo a ambos lados de la divisoria europea. Y ahora uno de los grandes, en parte porque se da cuenta de que no lo es tanto, trata de escribir una nueva historia a pie de obra, mientras que al otro lado de la raya sólo oímos que se ha acabado la historia, y que Hegel ya nos lo advirtió. Esa disimetría profunda que recuerda el Báltico, pero olvida a Arbenz en Guatemala, que a la contricción de Budapest y Praga no opone la de Santo Domingo, Granada o Panamá, que lamenta Afganistán, pero añora Indochina, es un factor de desestabilización, sobre todo para Europa. Puede que el liberalismo haya ganado la batalla al socialismo real, pero no en los términos de una historia que se consume sobre el propio terreno. Gorbachov ha iniciado un largo camino que no puede recorrer solo, y eso no parece aún haberse entendido en Occidente.

La guerra fría no fue un plan soviético, sino un desentendimiento catastrófico que congeló la historia durante medio siglo, pero que sólo aplazó en lugar de resolver el problema. Cuando Este y Oeste acuerdan el fin del enfrentamiento que comenzó tras la victoria de 1945, es importante que la reconstrucción de una línea de masas para la historia afecte por igual a los dos bloques. Porque mientras quepan actuaciones como la norteamericana en Panamá, nos faltará una perestroika universal para el mundo del futuro.

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