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La nueva estatua de Pavel Morozov

Desde las juventudes hitlerianas, pasando por las jóvenes guardias de las grandes revoluciones, todos los regímenes totalitarios han utilizado a los niños. El totalitarismo supone el monstruoso maridaje de la política con la infancia.Habría cabido esperar de la Convención sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas que, una vez aprendidas las lecciones que ha dado este siglo, hubiera condenado para siempre esta anormal coyunda. Y, sin embargo, ha hecho exactamente todo lo contrario.

¿Qué es lo que allí se ha decidido por unanimidad y tras 10 largos años de arduas negociaciones? Que ya era hora de acabar con la desigualdad entre las generaciones. Que la adultocracia había durado demasiado. Que los privilegios de la edad habían sido tan escandalosamente arbitrarios como los de la sangre. Que el derecho a la información, a expresar y a defender las ideas, el derecho de reunión y de formar asociaciones, el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, que durante muchos milenios habían sido monopolizados por la casta de las personas mayores, tenían que extenderse a los menores de 18 años. Es decir, que los niños no son los menores, sino los miembros de una minoría para la que ha llegado el momento de la liberación frente al dominio de la mayoría, al igual que había llegado, tras muchos siglos de lucha, a las mujeres, a los negros, a los judíos, a los homosexuales y a tantas otras comunidades oprimidas o marginales.

Año 1989, ésta será la fecha símbolo que todos los Estados del mundo, los ricos y los pobres, las teocracias y las democracias, Irak e Irán, China y Estados Unidos, han escogido para la toma de la Bastílla del hombre mayor y para celebrar con gran pompa el advenimiento del ciudadano niño.

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Evidentemente, aún queda camino por recorrer, pues el trecho que va de los principios a su aplicación es largo, incluso en Francia, país desarrollado, "líder en el campo legislativo en materias tales como la protección física y moral", aunque, como dice Héléne Dorlhac, secretaría de Estado para la Familia, "algo atrasado en el campo de la ciudadanía infantil". Pero no importa; lo cierto es que el 20 de noviembre de 1989, en la ONU, se ha producido una verdadera revolución mental. Como escribe Jean Pierre Rosenozveig, director del Instituto de la Infancia y de la Familia, "se le ha dado un enfoque completamente nuevo a la infancia. Al niño se le toma ahora como una persona, y en este sentido creo que la convención se ha adelantado al siglo XXI. Salimos de la idea de que el niño es un ser pequeño y frágil que hay que proteger contra los demás y contra sí mismo para reconocerle la ciudadanía. Muchas personas dicen todavía a propósito del niño: 'Hay que prepararle para que sea ciudadano'. La convención acaba de decir: 'No, el niño es un ciudadano".

Pero si el niño es ya un hombre, ¿cómo sustraerlo de las presiones que los hombres ejercen sobre él? Tratarlo como un adulto, afirmar que es responsable de sus actos, que hay que creer en su palabra y tomar sus adhesiones como si fueran las más firmes no es ni respetarlo ni defenderlo, sino garantizar la impunidad a quienes lo manipulan. Declarar que el niño no es un ser frágil no equivale a darle la fuerza ni a darle derechos, sino a privarle del derecho a la infancia, ya que ésta deja de ser una edad para convertirse en un absoluto. Ver en el niño una persona formada y no una persona en formación es, bajo la apariencia del más generoso de los liberalismos, pagarle ferozmente la irresponsabilidad, la despreocupación, la imprudencia, que son sus prerrogativas fundamentales, para exponerle, mientras se halla sin defensas, a todos los condicionamientos y a todas las codicias.

Someter los problemas políticos al arbitraje de estos recién llegados a la Tierra es hacer de éstos no unos sujetos autónomos, como pretenden los periodistas y los agresores, de común acuerdo con la convención, sino carne de demagogos; para modificar tan espectacularmente la condición infantil no es que se detenga la caza del niño, es que se absuelve al cazador y no condena a quien todavía pretende combatir los turbios manejos.

O, dicho de otra manera: el enemigo de los nuevos amigos de los niños no es ni el doctrinario ávido de cerebros frescos y maleables ni el publicista que con su más amplia sonrisa estrecha su cerco sobre su majestad el bebé cliente; el enemigo de los nuevos amigos de los niños es ese maestro volcado en la anacránica y ahora sacrílega tarea de formar la capacidad racional de sus alumnos. Si lo propio del ser humano es el pensar -¿quién se va a atrever a negarlo ahora?-, entonces el niño es un ser humano completo. Así pues, como sigue diciendo Jean Pierre Rosenozveig, "el niño piensa. No sólo tiene sentimientos, sino también opiniones". Para sus nuevos amigos, el niño está dotado de las mismas propiedades que Minerva en la mitología grecolatina: no necesita alcanzar su mayoría de edad para acceder a la madurez; es un ser completo, dotado de inteligencia, de independencia de espíritu, y sale del vientre de la madre lanzando consignas como "A mi colega no se le toca". El maestro aparece ante sus ojos como la hez adultócrata, ya que en lugar de contentarse con adaptarle a las exigencias de la vida profesional se empeña en educarle para la autonomía y en darle los medios para que piense por sí mismo, como si esas cosas no las tuvieran ya los niños por derecho de nacimiento.

¿Quién dijo a propósito de los niños: "Hay que prepararlos para que sean ciudadanos?". Condorcet y Kant. ¿Y quién ha dicho, por el contrario: "¡No!, ¡es un ciudadano!". Hitler, Pol Pot, Mao, Jomeini y Stalin. Los nuevos amigos de la infancia detestan sincera y visceralmente a Hitler, a Pol Pot, a Mao, a Jomeini y a Stalin. Pero con sus nuevas ansias de conceder cuanto antes al niño los derechos del hombre, es a Condorcet y a Kant a quienes declaran la guerra.

En La Unión Soviética, durante los años treinta, un ciudadano niño denunció como kulaks a su padre y a su madre. Se llamaba Pavel Morozov. Diríase que cuando se reunía con otros niños no era para hablar del patinete o del baloncesto; no, lo hacía para hablar de la explotación del hombre por el hombre. Y debió suceder que la historia le acogió en sus dulces brazos y le murmuró al oído con ternura: "¡Tú no eres un niño, eres todo un hombre! ¡Ven conmigo! Te necesito para que me ayudes a construir el socialismo". Entregó a sus padres porque no fue capaz de sustraerse al hechizo de esa vertiginosa declaración -de amor. Y el Estado soviético, agradecido, levantó una estatua al ciudadano niño con la que quería mostrar que la autoridad paterna era un concepto burgués del que la humanidad en marcha podía prescindir.

Hace poco se ha desmontado esta estatua, y Pavel Morozov, ya muerto, ha ido a parar a la papelera de la historia a la que él había arrojado vivos a sus padres. Los nuevos amigos del niño que acaban de retirar la estatua le han ofrecido, sin embargo, algo mejor que un monumento en bronce: una versión a la medida de las tablas de la ley.

Alain Finkkraut es filósofo. Traducción: José Manuel Revuelta.

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