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Tribuna:MUERTE DE UN POETA
Tribuna
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La vida a golpes de machete

Y ahora Jaime. Casi tan lentamente como cuando escribía sus poemas, tan despacio y tan corregidos que siempre se creía percibir entre la letra impresa de sus obras los borrones y las tachaduras de la palabra perfectible. Se nos ha muerto un poeta que nunca llevó sus versos a lucirse en la pasarela de los públicos. La escritura de Jaime Gil de Biedma está reñida con la megafonía, pero en cambio sus libros tienen en el ángulo superior derecho de cada página el rastro neblinoso de los dedos lectores.Este poeta breve y condensado fue para su generación una playa de amistad a lo largo y un pozo sin fondo de whisky o de sabiduría, dos fluidos intercambiables y dificilísimos de encontrar que fueron el combustible de la cultura hecha a mano de los cincuenta. Pero para las generaciones sucesivas, lo de Jaime Gil fue y sigue siendo una educación sentimental de múltiples espoletas retardadas. Nos despertábamos un día con la mirada leñosa del adulto y, al agarrar la pluma para contarlo, comprobábamos que Gil de Biedma había acampado antes por allí y ya nos había dejado unos versos preparados, dulces y esponjosos como si se tratara de la desinteresada y tribal tarta de la abuela.

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En el itinerario intelectual de los festivos -téngase en cuenta que los días laborables estaban consagrados al marxismo de manual de Politzer o Harnecker- Gil de Biedma era el explorador que abría la trocha de la vida a golpes de machete, el buscador de oro entre las copas embarradas de la madrugada, tal vez uno de los pocos jardineros de las flores del mal que abrió parterre en Barcelona.

Versos de piscina

Porque entre otras cosas, Gil de Biedma fue el perfumista de esa Barcelona de los cincuenta a la que la derrota civil había dejado prácticamente inodora. Nunca se quiso reconocer como poeta social, tal vez porque no hablaba de camisetas trabajadas ni de suburbios roturados a golpes de miseria. Pero en la caoba que flotaba entre sus versos de piscina, en esos paisajes, estivales, casi chejovianos, con cofias de almidón y hojarascas abandonadas sobre las pistas de tenis, se intuía por contraste esa otra sociedad de murcianos inmigrantes en las faldas de Montjuïc, esos "chavas nacidos en el sur" a los que el poeta, tal vez en su poema más híninico, exhortó a que la ciudad les perteneciera un día.

El peligro de las sensaciones minimales de Jaime Gil de Biedma no era otro -lo sigue siendo- que el de proyectar la vida del lector en la vida del escritor. Para muchos de nosotros, veinteañeros despistados entre la épica antifranquista y el amor resbaladizo, Gil de Biedma y sus amigos fueron los primeros poetas sin melancolías sobreras ni palabras de mermeladas, unos grandiosos héroes locales, que combatían con sus versos en las trincheras de las borracherías y cuyas obras, dichas al oído del deseo, tuvieron la virtud de proporcionarnos algún polvo memorable a más de uno.

Luego ha resultado que sus versos se han convertido en fórmulas magistrales de una sensibilidad desintegrada. Probablemente Gil de Biedma llegará a ser el residuo sólido que queda tras la combustión del siglo. Caen las paredes de nuestra caseta de cultura, arden los muebles ideológicos, se funden las columnas e incluso el arquitrabe es una pieza cotizada por los bancos. Pero quedan esos poemas en forma de baldosa que Jaime Gil escribió para poder notar en todo momento la gravedad del suelo y su vocación de lápida y que nos sirven todavía para que podamos sostener el peso de los años y lo liviano de nosotros.

En su día habló, como casi todos, de su propia muerte con esa inevitable coquetería de los benditos malditos. Y escribió en su poema: "A veces me pregunto cómo será sin tí mi poesía". Pues ya ves. Hoy la siento como un parte metereológico. Aquellas palabras que el poeta dedicó a Juan Matsé en 1959 y que empezaban: "Definitivamente parece confirmarse que este invierno que viene será duro". Bribón. Siempre acertaste en casi todo.

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