A su imagen y semejanza
Me gusta mucho España desde antes de nacer. Los míos llegaron, directo desde Morón de la Frontera, en el año de 1538 a fundar los pueblos donde hemos pasado la vida y la historia todos nosotros, los venezolanos. El español es el idioma de mi identidad, lengua venezolana, hispanoamericana, iberoamericana, castellano de todos los días. Por eso me sentí mal en una de las sesiones del II Seminario Internacional sobre Procesos de integración en Europa y América Latina que tuvo lugar en Madrid los días 2, 3 y 4 de ese magnífico mes de noviembre. Acudimos allí algunos invitados iberoamericanos para escuchar y para intervenir, según la convocatoria de la Fundación Centro de Investigaciones Promoción Iberoamérica-Europa (CIPIE), de España, y de la Universidad de Buenos Aires. Pero los moderadores nos cortaban la discreta palabra. Se insistió machaconamente en informarnos, lo que todo el mundo sabe sobre cómo se realiza el Proceso de Integración de Europa y cómo no se realiza el Proceso de Integración de América Latina.En Madrid, la entrañable ciudad que visito todos los años desde 1950, cuando me fui a ella para estudiar en su Universidad, presencié, como un español más, acontecimientos históricos de enorme trascendencia para nosotros los latinoamericanos: las elecciones legislativas del día 29 de octubre con el tenso, difícil e implacable escrutinio en la noche que no dio la mayoría absoluta que deseaba el partido del Gobierno presidido por Felipe González, excelente estadista, que ha gobernado España con retórica izquierdista y dialéctica derechista, una fórmula que podría dar buenos resultados también en nuestros países; la derrota del Real Madrid por el Milán en el enorme estadio Santiago Bernabéu, en medio del gran carnaval deportivo que siguió al de las elecciones, evento igualmente popular, de participación de las masas; la gran batalla de juegos florales del Premio Nobel a mi viejo amigo Camilo José Cela, uno de los más grandes escritores de la lengua en lo que va de siglo, y la caída del muro de Berlín ante el vocerío de los pueblos de la Europa oriental que han llegado en tropel a la libertad y a la democracia.
En 24 horas la historia de Europa cambió radicalmente. Ahora los procesos de integración del continente tendrán que adaptarse a esas nuevas realidades del fracaso de las ideologías y de la presencia de pueblos hermanos pobres que no se conformarán con tocar las puertas, sino que las echarán abajo si no se abren de par en par. Europa siempre enfrentó con inteligencia las grandes crisis, las hecatombes, las profundas necesidades de sus pueblos. Por algo esta civilización y cultura a la cual pertenecemos los iberoamericanos (y todos los latinoamericanos) fueron creadas en Europa. Los venezolanos de Rómulo Gallegos, los paraguayos de Augusto Roa Bastos, los colombianos de Gabriel García Márquez, los mexicanos de Carlos Fuentes, los argentinos de Ernesto Sábato, los peruanos de Mario Vargas Llosa, los nicaragüenses de Rubén Darío, los guatemaltecos de Miguel Ángel Asturias, pertenecemos a la razón grecolatina, a la herencia española, parte fundamental de aquélla, no sólo porque ahora somos 300 millones de hispanohablantes que vivimos en el hogar de 500 años, sino precisamente por el hecho concreto de que sin Hispanoamérica no existiría la España de hoy. España e Hispanoamérica son como la uña y la carne, no se pueden separar sin dolor y sangre. En una de las sesiones del Seminario a que hago mención al principio, un alto funcionario del Instituto de Cooperación Iberoamericana se refirió con lucidez, con conocimiento y con crudeza a la necesidad que tiene España de integrarse plenamente en la Comunidad Europea. En ese punto no hay divergencia, todos lo entendemos y lo sentimos así. España es creadora de Europa, de la Ecumene, no sólo por las cuevas de Altamira, por los toros de Guisando y por Covadonga, sino por su estirpe grecolatina, por los Reyes Católicos que la hicieran universal, por Carlos V que la convirtió en imperio, por Felipe II que echó un ventarrón de libertades en la parte sustantiva del Estado del siglo XVI llamado los reinos de las Indias, por la primera gran Constitución política que son las Siete Partidas y porque sin España no habría pensamiento filosófico, sentido de la administración de justicia, aliento para la creación de los pueblos ni fuerzas para trascender de esta vida.
Mas el alto funcionario del Instituto de Cooperación Iberoamericana completó su explicación sobre la necesidad de la integración de España en la actual Europa (concretamente en el Mercado Común Europeo) con un desplante innecesario. Dijo, en efecto, que en relación con Iberoamérica el papel de la España comunitaria era muy claro: olvidarse de la historia común de 300 años, olvidarse de la cultura común y de la lengua común de 500 años y actuar con sentido práctico, esto es, dar para recibir. Se refería el señor funcionario a la incapacidad en que se encuentra ahora América Latina de retribuir a España (como sí lo hizo abundantemente en el pasado) la cooperación que está planteada en la teoría.
Ciertamente que he observado durante estos últimos años cómo el calvinismo, el sentido pragmático, el dinero, se va enseñoreando de las capas dirigentes españolas. Muy bien me parece que España se haga de nuevo rica, como lo fue en el siglo XVI. Muy bien me parece que la industria y el comercio y la buena administración florezcan en la España contemporánea. Muy bien me parece que la ciencia, la tecnología y la técnica conviertan de nuevo a España en una fuerza para la felicidad de los españoles. Pero no veo la necesidad de plantear la falsa conveniencia de que España, por pertenecer a la Comunidad Europea, le dé la espalda a la América Latina.
Durante los últimos seis años he formado parte de la llamada Comisión Venezolana para la Conmemoración del V Centenario del Descubrimientode América: Encuentro de Dos Mundos. Debido a eso he podido estar presente en las reuniones que las comisiones han celebrado en Madrid, Santo Domingo, Buenos Aires, Puerto Rico, San José y Caracas. He escuchado con atención todos los discursos del rey Juan Carlos, de Felipe González, de Luis Yáñez y de otros altos ejecutivos de la Administración española en relación con nuestra comunidad iberoamericana, sobre el pasado común y sobre el destino común. Pero ciertas medidas y ciertas actuaciones parecieron indicar que la retórica y la dialéctica se contradicen. El real decreto del Ministerio Interior para endurecer las fronteras afecta de manera singular a los latinoamericanos; España no firmó el Convenio de Integración del Mercado Iberoamericano para el Cine; las editoriales españolas son cada vez más lejanas para los escritores latinoamericanos; y, de acuerdo con la postura del funcionario del ICI, aquí aludido, ese Instituto debe estar pensando en cerrar sus puertas, si va a ser consecuente con esa política, a partir de 1993
Claro está que América Latina debe dedicarse a su trabajo, a resolver los problemas por sí misma, a tener sentido práctico, pero sin olvidar que pertenecemos a la tradición europea, que in Iberoamérica hablamos la lengua española y que, en consecuencia, España es una referencia, es una luz histórica que no debemos apagar nunca. También España está obligada, me parece, a una reflexión igual respecto a los pueblos que ella crió a su imagen y semejanza.
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