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LA CAÍDA DEL 'CONDUCATOR'

Viaje por la Rumanía revolucionaria

Desde la frontera húngara hasta Bucarest, la enviada de EL PAÍS vivió el horror legado por Ceaucescu

Berna González Harbour

BERNA G. HARBOUR ENVIADA ESPECIAL Rumanía arde en fuego de sangre y furia. Desde la frontera húngara hasta la capital rumana, Bucarest, pasando por los Cárpatos, un viaje de 15 horas en choche mostroó que este este pueblo aprisionado dispara ahora para reventar toos los resquicios des depuesto régimen del dictador Ceaucescu. A costa de miles de muertes, de fosas comunes con niños mutilados caídos la semana pasada, de la sangre de estudiantes , de obreros y soldados, hoy un pueblo grita orgullos: "Morimos por una Rumanía libre".

Balas y estrellas nos recibieron en Rumanía. A las cero horas del sábado, primer día de libertad, esperaban en el puesto fronterizo de Gzula a esta enviada especial y a un intérprete húngaro que la acompañaba los mismos guardias que nos habían denegado la entrada el día anterior. "Ahora sí podemos darle el visado", dice feliz el que nos reconoció. Lleva el fusil descuidado en su espalda, sin apuntar, no como el día anterior. De la oficina fronteriza habían desaparecido los retratos de Ceaucescu. De los rostros de los guardias había desaparecido la seriedad. En las banderas ya no estaba el emblema comunista.Así fue nuestra entrada en Rumanía.

Cargados con 140 litros de gasolina, ante la carencia de combustible en Rumanía, y con diez litros de agua, por los rumores de que los leales a Ceaucescu la habían envenenado, comenzamos un camino de 630 kilómetros. Cuatro tiroteos, dos accidentes sin gravedad y unos 50: controles policiales y militares nos acompañaron en el trayecto.

Barricadas, disparos

"Abran el maletero y la delantera; pasaportes; adónde van; qué hay en esa bolsa; qué llevan aquí", decían, agresivos y nerviosos, los miembros de esas fuerzas improvisadas por doquier. Soldados, policías, milicias obreras y civiles registraban a cada paso el vehículo, removían cada uno de los siete bidones de gasolina, enarbolando armas y palos. Buscaban armas. Buscaban a miembros de la asesina Seguritate.

"¿Tienen cigarrillos". "Algo de comer?". Los pobres insurrectos morían por algo que aliviara sus horas y horas seguidas sin dormir ni descansar, con armas, en espera de cualquier terrorrista. "¿Adónde van?", decían, ya más calmados al comprobar la inocencia. "No paséis por Timisoara. Hay combates allí". Y, así, pueblo tras pueblo, pedían información sobre el camino recorrido, contaban lo que sabían, aconsejaban y nos despedían la señal de victoria.

Al llegar a la ciudad de Arad hay una primera barricada de camiones. Disparos; giramos chirriando el motor. Nos embarrancamos en los baches sin asfalto y con barro. Un coche se cruza a nuestro paso. "Stop, stop, control", dicen. Mejor no escapar. Los insurrectos están armados y hay que mostrar que somos amigos. "Press, press", decimos, mostrando los carnés, siempre a mano, junto al paquete incombustible de tabaco.

"Ha habido dos muertos. Están atrincherados ahí. Debéis volver". "Pero, ¿quién está ahí?". "Los terroristas". En los primeros días nadie sabía quién estaba con quién. Sólo el signo de la victoria y la bandera recortada en su centro, donde estaba el emblema comunista, era la señal de que eran amigos.

Mientras nos empujan los mismos controladores para sacar el coche embarrancado, la radio Rumanía Libre hace un apasionado llamamiento: "Nos están rodeando y disparando. ¡Por favor!, hermanos rumanos, ¡no durmáis!, es la noche de la libertad; acudid aquí a defender la radio y la televisión; venid con lo que sea; venid a defender la libertad", gritaba emocionado el locutor.

En tierra de Drácula

No recordamos entonces que Drácula nació en Transilvania, en los Cárpatos, que ahora empezamos a atravesar. Una niebla cerrada nos obliga a conducir a 30 kilómetros por hora. Hay grupos dispersos en las calles: "No cojáis a civiles, pueden ser de la Securitate", nos habían dicho los rebeldes. Y fuimos dejando atrás solitarios autoestopistas de la noche transilvana, tal vez insurrectos, tal vez leales a la dictadura que intentaban hacernos parar en medio de una oscuridad espantosa y cerrada que nos obligaba a conducir con la única pista de la línea blanca del centro de la carretera. Era el terror. Luego empezó el hielo. Estábamos a más de 1.000 metros de altura. En algunos pueblos, las iglesias estaban llenas y con la luz encedida. La gente rezaba.

"Quédense aquí, les refugiaremos en nuestra casa. No continúen, es imposible llegar a Bucarest", nos dijeron en Sibiu, el reino de Nicu, hijo de Nicolae y Elena Ceaucescu. Los controladores intentaban evitar así nuestro paso, por los tiros. Pero había que llegar.

Nos faltaban aún 300 kilómetros y patinar dos veces sobre el hielo. Hubo suerte. Ningún barranco a nuestro lado. Al amanecer, 10 conductores solidarios nos ayudaron a sacar el coche de la enorme cuneta. Una tremenda abolladura. El coche arranca. Nada se ha roto. Gracias. Y adelante.

Y llegamos. A las tres de la tarde, radiantes por cruzar la capital, por ser espectadores, por fin, de la revuelta que derribó al tirano, envueltos en rumores sobre mercenarios libios, sobre túneles secretos con un Ceaucescu aún fugado, pero siempre con el mensaje de la victoria en cada esquina. Nuestra alegría fue aplastada por la tremenda guerra que había estallado en la capital.

"¿El hotel Intercontinental? Finito, finito", nos decían todos. Eran decenas los controles. Cada 10 metros, bloqueados por camiones, carros de combate y ráfagas de ametralladora. ¡Dios, qué terror! Era la guerra. A 200 metros del hotel, impedidos de continuar y rodeados de muertos, tuvimos que abandonar el coche, que más tarde fue saqueado. Corriendo con lo puesto, reventado el entusiasmo, embriagados por el miedo, alcanzamos un tranvía que salía hacia una zona mejor. Un teléfono. "¿Embajada de España, soy... ?. "¿Dónde estás?". "En Bucarest". "¡Estás loca!".

Y hasta allí llegó el coche diplomático de la Embajada de España a rescatarnos. En la sede estaban los 14 españoles evacuados durante la noche anterior, en una operación digna del más grande aplauso humano y profesional. Estábamos a salvo.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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