Agmat
Las murallas de Marraquech se tiñen de luz, rosa y fuego, mientras miriadas de pájaros cantan gozosos la llegada del crepúsculo. Las palmeras se cimbrean al viento y los naranjales se extienden a la sombra de olivos milenarios, de tronco alto y recio. En el horizonte aparecen las montañas del Atlas; perfiles grises e imponentes que rasgan brumas de arena cálida. El cielo se transforma en una inmensa nube roja.Es la hora en la que la plaza de Jemaa El Fna se convierte en el gran teatro del mundo: se representa la condición humana. Desde la terraza del café Clacier se oyen miles de voces en un solo coro de palpitante vitalidad. Una muchedumbre de actores y público confundidos, un gran banquete y una celebración festiva que incorpora miseria y enfermedad, atracciones y comercio, picaresca, religión, arte, magia. Encantadores de serpientes; palomas y monos amaestrados; saltimbanquis y equilibristas; aguadores; vendedores de todo y nada; echadoras de cartas, repartidores de fortuna, adivinos y magos; músicos y bailarines; sacamuelas; mendigos y enfermos; ciegos y lazarillos; poetas, recitadores de versos, contadores de cuentos; escribas. Todo es esencia y espectáculo, sin distancia para el estar sin ser, para el mirar sin quedar absorbido por la embriagadora fascinación que ejercen sobre los sentidos las voces, los olores y las imágenes de Marraquech.
En la plaza, con el ocaso del sol, se encienden centenares de quinqués que, temblorosos como astros, alumbran las sombras fugitivas de la tarde. Un viejo recitador de larga barba blanca, como su túnica, y noble compostura -babuchas doradas de azafrán-, desgrana unos versos, con mirada insondable y voz doliente. Ojos como lunas, sentados en corro por el suelo, reviven los sentimientos que inspiraron al poeta y escuchan absortos su historia. La imaginación difumina el contorno de lo real y aprehende por un instante las palabras que, como palomas, revolotean entre el recitador y sus oyentes. Así llega hasta la plaza el eco de los poemas que al-Mu'tamid, rey de Sevilla y poeta, ha escrito poco antes de morir en Agmat, a es casos kilómetros de Marraquech.
Corre el siglo XI. La corte sevillana de al-Mu'tamid cono ce las horas de mayor esplendor andalusí tras la caída del califato. Poetas y artistas, mercaderes y científicos acuden atraídos por la fama culta y generosa del rey poeta, y por la belleza de la ciudad y de sus jardines, generosamente regados por las aguas del Guadalquivir. Tributario de Alfonso VI, al-Mu'tamid convoca a los almorávides marroquíes para liberarse de su vasallaje. Las aguerridas huestes de Yusuf cruzan el Estrecho derrotan en Zalaca a los cristianos y luego se apoderan del reino de su aliado. Al-Mu'tamid, preso, es traído hasta Agmat, donde sufre el más duro destierro.
El lugar es un miserable poblado de adobe a los pies del Atlas, en un entorno de desoladora carencia. Parece como si el destino de poeta de al-Mu'tamid se hubiera impuesto, truncándolo con cruel violencia, sobre el que le correspondía como príncipe. Pues fue aquí donde la siempre misteriosa fuente de la creatividad humana alumbró alguno de los mejores versos de la poesía hispano-árabe, escritos desde la plenitud de la desposesión, entre el miedo y la pobreza, la prisión y la nostalgia. Unos versos que cantan la hondura del encuentro del poeta consigo mismo, perdidos el paraíso y la esperanza, mientras en la noche azulada "las estrellas, que no le lanzaron suerte, le lloran con lágrimas que serán el rocío de la mañana".
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