El fin del sueño americano

Esta película que ahora llega a las pantallas españolas después de una larga espera es una buena muestra de las profundas transformaciones que está viviendo la industria audiovisual en nuestra época, cuyos viejos hábitos, aparentemente eternos e intangibles, ya no tienen la menor vigencia y deben ser sustituidos por otros, más imaginativos y novedosos. El origen está en un montaje teatral de Broadway que fue registrado, posteriormente, sobre película fotoquímica para ser difundido por la televisión americana, con un éxito superior, si cabe, al de la representación teatral. Los que tuvieron la suerte de ver la obra en el teatro y contemplaron, posteriormente, el programa electrónico, pudieron comprobar que había enormes semejanzas entre los dos productos, lo que no es raro porque el director alemán Volker SchIöndorff -El joven Törless, El tambor de hojalata, El amor de Swann...- puso un empeño especial en la conservación de los valores dramáticos más permanentes del magnífico texto de Arthur Miller, manteniendo los matices y peculiaridades de la interpretación de unos actores entre los cuales estaba Dustin Hoffman, animador principal del proyecto, y John Malkovich, que se ha convertido despues, gracias a su trabajo en Las amistades peligrosas, en una gran estrella internacional.Este programa televisivo fue doblado al español y apareció, hace unos pocos meses, en el mercado del vídeo antes de ser explotado cinematográficamente -lo que no es muy frecuente, aunque no deja de haber algunos ejemplos de esta tendencia en nuestro país- y sólo ahora, después de: finalizada la primera etapa de comercialización en soporte magnético, se estrena, en versión original, en salas de cine, lo que nos permite apreciar, afortunadamente, las voces auténticas de los intérpretes.

Una producción singular

La vieja polémica de las relaciones mutuas entre teatro y cine -¿medios distintos, idénticos, semejantes?- revive ahora, con más complejidad, si cabe, debido a esta sorprendente multiplicación de nuevos canales y soportes. ¿Qué diferencias hay -si debe de existir alguna- entre una obra pensada para el teatro, la pantalla de cine, el plató de televisión o la pequeña ventana del vídeo? ¿La diversidad de materiales e instrumentos supone, necesariamente, un cambio de los contenidos, de las acciones y diálogos?.Estos interrogantes no tienen respuesta fácil y, sobre todo, sería necesario disponer de un espacio mayor para desarrollar los aspectos más importantes de tan ardua cuestión. En el caso que nos ocupa, marcado por el respeto a la obra de Miller y las aportaciones de los actores, las tentaciones puramente cinernatográficas desaparecen y se dejan de lado los procedimientos habituales -aireando la pieza teatral mediante la multiplicación de escenarios y la modificación y recorte de los diálogos- para conservar, a toda costa, la cercanía con la representación escénica. No estamos, pues, ante una adaptación estricta a las exigencias técnicas y expresivas del cine, sino ante la filmación de un desarrollo dramático teatral que establece las reglas principales del juego, con la suficiente astucia para que su contemplación en cualquier pantalla, grande o pequeña, no suponga ninguna molestia. Dustin Hoffman, en el papel de su vida, consigue recrear acertadamente la trayectoria amarga del protagonista, ese Willy Loman, emblemático y amargado, que ve cómo el sueño americano se rompe en pedazos ante su mirada. Hace más de 20 años, el mismo actor también daba vida a un personaje paralelo al de Loman, el joven Benjamín de El graduado, de Mike Nichols. Dustin Hoffman ha madurado , y su actuación es el principal atractivo de esta interesante versión de Muerte de un viajante.