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Crítica:ÓPERA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Apoteósica Mirella

Los rumores y los chismes de los correveidiles -¿qué sería un estreno en el Liceo sin ellos?- permitían augurar, antes de que se levantara el telón, una Adriana Lecouvreur bien cantada, correcta en lo instrumental y sólo apañadita en los escénico; cuatro horas más tarde, tras la última de las innumerables salidas a escena para recibir los aplausos, las previsiones iniciales habían quedado desbordadas en todos los frentes y por una vez no era tópico afirmar que el éxito había sorprendido a la propia empresa.Fue una noche de voces, de absoluto triunfo del protagonismo vocal, elemento fundamental pero no único del espectáculo operístico. Mirella Freni, que se halla en un momento irrepetible con las facultades vocales casi intactas y la experiencia acumulada de una vida en los escenarios, brindó una Adriana soberbia, inolvidable, con un dominio de la partitura, del personaje y del espacio escénico totales. El público, que al final del primer acto la aplaudió cortésmente; cuando acabó el segundo, calurosamente, y al concluir el tercero, con total entrega, a mitad del cuarto enloqueció tras el célebre poveri fiori y de todos los pisos del teatro se oían "bravos" de aquellos que sólo se escuchan en las grandes noches del Liceo.

Adriana Lecouvrear

De Francesco Ciléa, con libreto de Arturo Colautti. Intérpretes: Mirella Freni, Plácido Domingo, Jadranka Jovanovic, Angelo Romero, Franco Federici, Piero de Palma, Vicenç Esteve, Alfredo Heilbron, María Uriz y Rosa Maria Ysás. Director de orquesta: Romano Gandolfi. Director de escena: Giancarlo del Monaco. Director del coro: Vittorio Sicuri. Escenograria y vestuario: Ferruccio Villagrossi. Producción del Gran Teatro del Liceo. Orquesta y Coros del Gran Teatro del Liceo. Barcelona, 22 de noviembre.

Plácido Domingo posee la virtud de saber estar y anteayer triunfó, triunfó enormemente. Su Maurizio fue magistral, lo cantó con valentía, sin reservas evidentes -como le gusta al público-, con gran presencia escénica, voz clara y precisión, pero Plácido se dio cuenta de que la noche era de Mirella y al final, en el primer saludo, galante y generoso, se retiró prudentemente para que ella recibiera en solitario el fascinante baño de los primeros aplausos.

Jadranka Jovanovic, la joven mezzosoprano que interpretó el papel de Principessa di Bouillon y que debutaba en el Liceo, brindó una actuación de notable nivel; al principio de su intervención no estaba cómoda en el registro muy grave que se le imponía desde la partitura y se produjeron algunos bruscos cambios de color vocal. En el duó con Adriana que siguió mejoró ostensiblemente; en el tercer acto volvieron a hacer su aparición algunas irregularidades.

Sin una gran presencia vocal, pero con un conocimiento profundo del patético personaje que incorporaba, Angelo Romero fue un Michonnet muy correcto. Sólo discreto Franco Federici como Príncipe di Bouillon y suficientes en general los comprimarios.

Romano Gandolfi, el director titular de los coros del teatro, se ocupó de la dirección orquestal y se comportó como un auténtico director de voces; las protegió y, especialmente en el primer acto, sólo soltaba la orquesta cuando sabía que no iba a tapar a nadie. El conjunto orquestal sonó bien, y únicamente se produjeron circunstanciales desajustes en la conjunción con las voces en las escenas en que había gran cantidad de personajes y ocasionales fallos en algunos pasajes de compromiso.

Sorpresa

Habida cuenta de la relativa prisa con que se ha procedido a poner en pie esta nueva producción de Adriana Lecouvreur -la anunciada, de La Scala, finalmente no pudo salir de Moscú-, era lícito albergar dudas con respecto a su calidad. La producción que se ofreció anteayer desde luego no era fruto de la improvisación, se podía estar de acuerdo o no con ella, pero no era un apaño. En los tres primeros actos fue una bien realizada producción del línea clásica de hace 30 o 40 años, con mucho atrezzo, mucha arquitectura pintada y un movimiento escénico normal y bien resuelto; el comentario de entreacto de un corrillo de aficionados vinculado a la vieja guardia del teatro, en el sentido de que "aquella producción era de las que se entendían" y no necesitaba "manual de instrucciones", es suficientemente elocuente.La sorpresa saltó en forma de rotura de la línea en el cuarto acto, cuando de los cortinajes y el cartón piedra se pasó sin transición a la lectura simbólica, a la luz contrastada y la bieromía del blanco y negro, a la modernidad, vamos. No acabaron aquí las sorpresas, pues Giancarlo del Monaco aún reservaba un coup de théátre, un final escénicamente apoteósico, sin decorado y con el escenario en paños menores, visión fuerte y contundente donde las haya. El mayor problema -el menor estuvo en la desconcentración que se produjo en el público en un momento crucial- radica en que un final así, que podría ser válido en otro contexto, se tiene que justificar, debe ser el resultado de una evolución, que no se produjo, que conduzca a él.

En la nueva producción de Adriana Lecouvreur se vieron obligadas a coexistir dos concepciones escénicas diferentes y antagónicas; la condición de actriz del personaje protagonista justificaba la referencia teatral en el momento culminante, pero no la brusca reorientación que se le quiso dar.

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