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La caída del muro de Berlín

Durante 40 años, en los medios de la RDA se proyectó un mundo prefabricado según Ias consigas del partido que nada tenía que ver con la realidad. Hace unos días quedé estupefacto al ver al director de los informativos pedir perdón por la política de desinformación practicada y prometer en lo sucesivo una información veraz. ¿Cómo se explica acontecimiento tan inverosímil, que, desde luego, a muchos telespectadores de no pocos países les gustaría vivir también algún día?La huida masiva de los ciudadanos a través de las embajadas de la RFA en los países del Este era prueba patente de que la credibilidad del partido comunista andaba por los suelos. Pese a la más estricta censura de todos los medios de comunicación, la presencia de la radio y la televisión occidentales hacía poco efectivo el monopolio de la información. Llegó el momento en que enfrentarse a la realidad comportaba menores costes que seguir ignorando lo que ocurría: es la hora de la verdad que inaugura un proceso revolucionario.

La represión violenta de la manifestación del 9 de octubre, en vez de infundir miedo, desencadena una ola de manifestaciones por todas las ciudades de la RDA, en especial en Leipzig y Dresde, hasta culminar en la gran manifestación del sábado 4 de noviembre en Berlín Este. El pueblo conquista la calle sin que por ello cese el flujo masivo de ciudadanos que abandonan la república por la frontera checoslovaca. El Gobierno, por completo desbordado, no tiene ya otro recurso que parlamentar: cuando el poder elige hablar es que ha dejado de ser poder, es decir, no dispone de medios propios para imponer su voluntad.

El instrumento más adecuado para un diálogo colectivo es la televisión, siempre y cuando tenga alguna credibilidad. Recuperar el prestigio de los medios de comunicación -sin despertar confianza de poco sirven- exige que la población se vea de algún modo reflejada en ellos. El proceso revolucionario empieza en la calle, pero se consolida cuando llega a la televisión. En la discusión actual sobre la pérdida de legitimidad del Estado contemporáneo no se ha puesto énfasis suficiente en el papel que en este proceso desempeña la televisión.

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En determinadas condiciones, el monopolio televisivo puede otorgar legitimidad, pero también, cuando se ejerce con el mayor descaro, es un factor importante de deslegitimación. La credibilidad de un Gobierno depende, en última instancia, de la que goce la televisión oficial.

Con los matices que convenga, me atrevería a formular que el potencial de cambio de una sociedad está en relación directa con el reflejo de la realidad que se perciba en su televisión. Cuanto más convergen Imagen televisada y realidad social, mayor la velocidad del cambio; cuando ambas coinciden estamos ante una revolución.

Sin la televisión resulta inexplicable la forma en que hoy se produce el cambio en la RDA, de la misma manera que el ascenso del nacismo no se entiende sin la profunda innovación que en la comunicación social significó la radio. El 23 de febrero de 1981 vivimos el primer golpe de Estado televisado en directo, en el que, además, los medios de comunicación desempeñaron un papel esencial en la solución de la crisis. Hoy en la RDA estamos asistiendo a una revolución televisada, que nada tiene que ver con el modelo decimonónico de las barricadas en la calle, o del asalto al palacio de invierno a comienzos del siglo XX. En la moderna sociedad de la información sólo caben revoluciones que cuenten con los medios de comunicación como su instrumento principal.

La necesidad de recobrar un mínimo de credibilidad y el vacío de poder -el partido comunista se evapora en un desprestigio total y no han surgido aún poderes alternativos- que caracteriza el inicio de un proceso revolucion ario llevan consigo que la televisión, carente de directrices, haya acabado por salir a la calle dispuesta a proyectar la imagen y la palabra del ciudadano de a pie.

La televisión de Alemania Oriental transmite en directo discusiones de los ciudadanos con las autoridades, de la base del partido con los miembros de la dirección, temas inconcebibles en nuestro mundo libre, de modo que en los últimos días me he convertido en un televidente apasionado. El 9 de noviembre, en el noticiero de las 19.30, el ministro del Interior, un anciano venerable que parecía caído de otro planeta, en un lenguaje confuso zanja la discusión recién iniciada sobre una ley sobre viajes al extranjero -los acontecimientos desbordan otra vez a un Gobierno dimitido- para anunciar que a partir del día siguiente todos los puestos de policía estarán autorizados para dar pasaporte y visado a los que quieran viajar a la RFA y a Berlín Oeste. Para evitar problemas a un país amigo, los que quieran abandonar definitivamente la RDA podrán hacerlo presentando simplemente el documento de identidad. Las presiones del Gobierno checoslovaco, preocupado por el mal ejemplo que el éxodo alemán oriental da a su ciudadanía, son la gota de agua que rebasa el vaso.

Típica del régimen que se derrumba es la estupidez burocrática de diferenciar entre los que quieren salir definitivamente, para los que basta presentar el documento de identidad -al enemigo que huye, puente de plata-, y aquellos buenos ciudadanos que pretenden tan sólo hacer una visita al otro lado del muro, a los que se les premia exigiéndoles nada menos que pasaporte y visado. Sabia distinción que en la práctica queda anulada cuando miles de perso nas acuden inmediatamente a los puestos fronterizos con el documento de identidad, sin que tenga el menor sentido pre guntarles si abandonan la repú blica para siempre o por un rato. La presión sobre la frontera coge desprevenidos a los funcionarios, que sin saber muy bien cuáles son las órdenes pertinentes acaban por dejar pasar a todo el mundo. Por mucho que la burocracia se hubiese empeñado en conservar parte de su poder con reglamentos, párrafos y distingos, los preceptos llegan ya demasiado tarde.

La apertura de las fronteras ha sido una conquista del pueblo que hace irreversible las reformas iniciadas, a la vez que las acelera de tal forma que, como en todos los procesos realmente revolucionarios, deja descolocadas a las fuerzas políticas. Nadie dudaba que tenía que llegar ese día, pero se esperaba para bastante más adelante, cuando estuviesen reguladas algunas de las muchas implicaciones económicas que lleva consigo la libre circulación entre los dos Estados alemanes.

La presencia del pueblo en la vida pública se manifiesta en que impone sus reivindicaciones y derechos aunque a los expertos les parezcan disparatadas las consecuencias económicas. Hay una lógica del poder, económica, y otra muy distinta del pueblo. Cuando prevalece la segunda grande es la alegría compartida, pero también la incertidumbre. El 10 de noviembre fue un gran día de fiesta en Berlín que anuncia otros muchos de duro trabajo. La libertad tiene su precio, y sólo son libres los pueblos dispuestos a pagarlo.

Ignacio Sotelo es profesor en la universidad Libre de Berlín.

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