Centroeuropa se agita
DOS ACTITUDES contradictorias se manifiestan hoy en los medios políticos de nuestro continente ante los cambios que están produciéndose en Centroeuropa: la alegría por los avances de la democracia, a un ritmo que nadie hubiese podido imaginar, y a la vez la preocupación, incluso la angustia, ante la caducidad de las estructuras -políticas y mentales- que han encuadrado la política europea en las últimas décadas. Sería lamentable que predominase esta segunda actitud, por profundos que sean los interrogantes sobre lo que pueda depararnos el futuro.Siempre que la historia se encamina hacia lo desconocido es natural que surjan temores. Pero, en este caso, lo que está en marcha es un progreso de enorme alcance: la conquista de la libertad por pueblos que llevan 40 años sometidos a sistemas totalitarios. Y que están dando ejemplo de cómo hacer una revolución de modo pacífico. Esta ausencia de violencia es uno de los secretos del efecto dominó -de Varsovia a Budapest, a Berlín, a Sofía, mañana a Praga- que caracteriza al proceso democratizador. En ese marco destaca el. caso alemán, con la presión popular que ha convertido la tímida apertura inicial de Krenz en un vuelco hacia medidas democráticas, el fin del muro de Berlín, la eliminación del viejo equipo y la promoción de dirigentes reformistas.
Pero el derrumbe del muro ha dado quizá a muchos una imagen de inmediatez, totalmente falsa, de cómo se plantea el problema de la unidad alemana. Existe una coincidencia amplísima sobre la valoración de que lo primero es que la RDA se democratice con elecciones libres y tenga un Gobierno capaz de representar a su pueblo. En las manifestaciones de Alemania Oriental nadie pedía reunificación. El Fórum Democrático -la organización opositora más influyente- es contrario a ella como objetivo actual. Y en la RFA, las principales fuerzas políticas plantean la unidad en una perspectiva a largo plazo, y en un marco europeo. "No queremos la gran Alemania", ha dicho el líder del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), Oskar Lafontaine, "queremos los Estados Unidos de Europa. Todos los europeos están llamados a encontrar una solución a la cuestión alemana". Lo realmente peligroso sería que los alemanes se lanzasen a la lucha por su unidad en medio de una Europa hostil. Ni existe tal clima en ninguna de las Alemanias ni se advierte hostilidad en los otros países del continente. Es más, en Francia, particularmente sensible en este tema, la gran mayoría acepta la unidad alemana sin miedo, con pocos recelos del pasado, con conciencia de que vivimos en otra época.
Sin embargo, ciertos círculos manifiestan el temor de que se esté preparando un nuevo Rapallo, una alianza entre la URSS y Alemania mediante la cual ésta obtendría el apoyo de Moscú a su unificación a cambio de convertirse en país neutral. Surgiría una Mitteleuropa dominada por Alemania, la cual aflojaría sus actuales lazos occidentales. Aunque la hipótesis no es verosímil, dado el clima actual en Moscú y en Bonn, no cabe descartarla al menos como hipótesis, con una perspectiva de futuro. Una posibilidad negativa, pero mucho menos probable si la Comunidad Europea logra consolidarse tanto económica como políticamente. En su seno se han hecho progresos decisivos, como la reconciliación franco-alemana occidental, que puede ser un ejemplo para el futuro. En los pueblos de Centroeuropa, que ahora conquistan la posibilidad de votar, de decidir, de determinar su destino, la Comunidad Europea ejerce ya una atracción muy fuerte, precisamente por su contenido medularmente democrático.
Pero el problema de la unidad alemana deberá ser discutido, y negociado, en relación con otros cambios que son necesarios en estructuras militares y políticas que, basadas en la división de Europa, pierden su razón de ser. A los alemanes corresponde decidir si quieren unirse. Pero la materialización de un paso de esa trascendencia exige decisiones internacionales, porque está íntimamente relacionado con otros cambios derivados de la nueva situación que emerge en el este y el centro de Europa: la superación de la OTAN y del Pacto de Varsovia (o la transformación de su carácter), el desarme, la ampliación de la CE y las nuevas fórmulas posibles para articular la compleja realidad europea, sobre todo en una etapa histórica de creciente interdependencia, en que fronteras y soberanías pierden su antiguo significado.
La reciente reunión en Budapest, por iniciativa de Roma, de los ministros de Asuntos Exteriores de Italia, Hungría, Austria y Yugoslavia, para establecer las bases de una colaboración danubiana, apunta un camino posible hacia formas de cooperación quizá modestas, pero que, rompiendo las barreras de los bloques, pueden servir para llenar vacíos, siempre peligrosos.
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