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Un compromiso incierto

La historia constitucional de Brasil comienza con la independencia del país, que coincide con la importación del liberalismo europeo. En 167 años de vida autónoma tuvimos siete constituciones (ocho, si se cuenta la gran enmienda constitucional de 1969 como texto completo), todas, menos la última, que sería sustituida por la vigente Constitución de 1988, aplastadas por revoluciones y golpes de Estado, si es que se puede distinguir el perfil específico entre unas y otros. Téngase en cuenta que de poco más de siglo y medio, algo más de un siglo se pasó con constituciones no votadas por el pueblo ni por sus representantes. Otorgadas por los gobernantes, los que estaban en el poder y los que se apoderaron de él, fueron las constituciones de 1824 y 1937, y los actos institucionales proclamados a partir de 1964, que subordinan el orden constitucional al arbitrio de los militares. Esos períodos, falsamente tenidos como excepcionales, junto con otros espacios menores, suman 103 años, lo que reduce a poco más de 60 años el imperio de las constituciones aprobadas y votadas por el pueblo. Puede verse así que las constituciones, como regla general, no sirvieron más que para justificar la toma o la posesión del poder, funcionando como estatutos que regulan el mando del grupo oligárquicamente instalado en el Gobierno. La Constitución de 1988, votada por los representantes del pueblo, fue una innovación de las de 1891, 1934 y 1946, también aprobadas por el Congreso Nacional o por la Asamblea Constituyente (1934). Esta vez, el electorado que eligió a los congresistas representa a la mayoría de la nación, con más del 50% de la población. En 1891, restringido el voto a los alfabetizados y al electorado masculino mayor de 21 años, acudió a las urnas alrededor del 1% de la población. Esta cifra, que se elevó en 1934 a cerca del 6%, ahora con los electores mayores de 18 años, de ambos sexos y alfabetizados, no pasó en 1946 del 14%. Por primera vez, el año pasado hubo una deliberación mayoritaria. Mayoritaria, pero cuidadosamente no democrática. La elaboración de la Constitución, que se prolongó durante 20 meses de debate, resultado de 70.000 enmiendas y 14.000 discursos en plenos, tuvo lugar en el Congreso Nacional, a la sombra de la Cámara de los Diputados y del Senado Federal (compuesto éste por tres senadores por Estado, con independencia del número de habitantes). El órgano constituido que se convirtió en constituyente adolecía de deliberadas distorsiones representativas, destinadas específicamente a confirmar el poder de los militares. Los pequeños Estados elegían ocho diputados, en tanto que los más populosos, con una población hasta 30 veces superior, también estaban representados por tres senadores y un máximo de 60 diputados. La Federación, así pues, con sus diferencias de población, sociales, económicas y culturales, sirvió para moderar, frenar o inhibir los cambios pedidos por los sectores industrializados y desarrollados del país.

La Constitución debería, en la intención de los que reclamaban la convocatoria de una junta constituyente, completar lo que se llamó, con cierto abuso de la imitación española, transición. El documento constitucional realizaría el paso, de hecho en curso desde 1978, entre el régimen autoritario y el democrático. En concreto, la transferencia del Gobierno de los militares a los civiles, en un proceso que culminaría en la elección directa del presidente de la República.

En Brasil, como en España, la transición se inició de arriba abajo, pero sin ningún pacto formal entre Gobierno y oposición. No sería posible, como ocurrió en Argentina y Uruguay, la vuelta a la Constitución violada por los militares. El país había pasado por tales transformaciones sociales, políticas y económicas que la Constitución de 1946 ya no era más que un fantasma. Además, urgía, valiéndose de la experiencia de traumatizantes abusos de la libertad e integridad de los ciudadanos, crear instrumentos que los evitaran en el futuro. De esa forma, la Constitución seria una forma de no repetir el pasado, al tiempo que ordenaría un país nuevo, capaz de retomar el desarrollo económico y de establecer la igualdad social en un momento en que la miseria y la pobreza, entendida ésta como la incapacidad para atender otras necesidades que no sea la pura subsistencia física, se extendían a dos tercios de la población. Se quería una Constitución que garantizara la libertad y que fuera al mismo tiempo una Constitución dirigente.

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El primer obstáculo a una transición de mayor profundidad social, alcanzable por la vía de un nuevo texto constitucional, se presentó en el propio hecho de la actividad constituyen te. La junta constituyente congresista aseguraba, como se vio, el control de los cambios por el antiguo sistema político, que admitía modernizarse conservando su estructura social y económica.

El segundo freno a una Constitución que se propusiera transformar la realidad mediante las leyes, con un programa racional y un plan para cambiar la realidad social, se definió en el curso de la labor constituyente. Un grupo de congresistas creó el llamado centro, que consiguió dar una inflexión conservadora al proyecto en votación. El presidente de la República, revelando sus afinidades con el régimen autoritario, del cual solamente disintió para convertirse en vicepresidente, con la circunstancia inesperada de, por la muerte del titular, haber asumido el Gobierno, declaró en junio de 1988, por la televisión, que el proyecto de Constitución, además de dañar al país, lo haría ingobernable.

Los dos impedimentos, elaborados con sutil eficiencia, condicionaron todas las imposiciones y órdenes del legislador, diluyéndolas en simples programas, en una escala que va de las exhortaciones morales a promesas de realizaciones inciertas e indefinidas. Todas las bases fundamentales de la Constitución, en lo que respecta a los cambios sociales, se completarán con leyes complementarias y leyes comunes, sin que la inercia legislativa cuente con un mecanismo que la active. Por otra parte, los tribunales, fieles a las viejas doctrinas, no conceden ninguna fuerza normativa a las reglas programáticas, no habiéndose puesto en práctica, desde el punto de vista de la aplicación judicial, la orden de actuación prevista para aquellos casos en que la falta de una norma reguladora haga inviables el derecho y la libertad constitucionales.

Los ordenamientos social y económico, basados en la propiedad privada y en la libre iniciativa, solamente conceden la explotación directa de la actividad económica al Estado para casos de seguridad nacional o de prioritario interés colectivo, "según lo definido por la ley". La reforma agraria solamente se puede aplicar a propiedades rurales que "no cumplan su función social", y serán expropiadas mediante previa y justa indemnización, no pudiendo tener efecto sobre propiedades medianas y pequeñas, "según las define la ley", ni sobre las "propiedades productivas".

El ordenamiento social comprende la Seguridad Social, la asistencia sanitaria, la educación y la previsión y asistencia sociales, además de la fijación del salario mínimo, ridículamente insuficiente para el trabajador. A pesar del "voluntarioso optimismo" del texto constituyente, hay que tener en cuenta que las promesas programáticas no alcanzan a toda la población. Entre un quinto y un cuarto de los trabajadores ejercen sus actividades al margen de la protección legal, sin que el vínculo laboral se desarrolle de acuerdo con la protección sindical (alrededor del 10% de los trabajadores) ni bajo el amparo de la garantía de la justicia laboral. No menciona la Constitución, debido al cuerpo que la escribió, el problema más grande del país: la absurda desigualdad social y la tremenda concentración del capital.

La distribución del capital en Brasil, según los datos de 1988 del Banco Mundial, es una de las más atroces del mundo, incluso comparada con países más pobres. Según el censo de 1980, el l0% de los más ricos detenta el 50, 9% del capital, mientras que en Bangladesh y la India los privilegiados tienen el 30%. De 1940 a 1987, el producto interior bruto per cápita aumentó cerca del 385%, bajando el salario base al 63, 7% de su valor. El 70, 5% de los asalariados perciben hasta tres salarios mínimos. En ese cuadro de injusticia y miseria no es previsible que la mayoría de la población ligue su suerte a la defensa de la Constitución. Los otros, el 5% más rico, que poseen el 34, 2% del capital, prometen, por boca del presidente de la federación de industrias más poderosa del país, emigrar si no sale elegido para la presidencia el candidato que ellos apoyan.

Para la normalidad constitucional no es garantía suficiente la estructura liberal del Estado de derecho, reconstruido por la Constitución de 1988, que, en ese aspecto, perfecciona las constituciones de 1934 y 1946. El régimen autoritario cedió su puesto a un sistema que, carente de condiciones sociales para la homogeneidad social, no es democrático. Los derechos sociales a la educación, al trabajo, a la seguridad, a la previsión y seguridad sociales, de la infancia y de los desprotegidos, distan mucho de estar actualizados. El país no consiguió, en medio de la miseria y la pobreza, superar siquiera aquellas áreas en las que la ley no es la de las instituciones constitucionales, sino la que se deriva de las propias comunidades, tosca y primitivamente organizadas, con su particular orden jurídico, en las poblaciones hacinadas en quistes sociales, como es el caso de las favelas. De todas formas, el compromiso constitucional —compromiso entre el statu quo y el cambio social, entre el orden democrático y el liberal, con espacios ocupados por la práctica autoritaria (como la reserva de la intervención militar en política)— dependerá, para acentuar uno u otro de sus extremos, de futuras y sucesivas elecciones. La transición transformadora no se hizo; lo que se hizo fue la transición conservadora, con fuertes acentos liberales, tanto en el aspecto político como en el económico. Lo que se pregunta el país es, partiendo de la libertad y dentro de la Constitución, si será posible, en el corto plazo de las impaciencias sociales, desarrollar la economía, redistribuir el capital y vencer la denigrante miseria de las ciudades y el campo.

Raymundo Faoro es abogado, jurista y autor de Os donos do poder. Traducción: Leopoldo R. Regueira.

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