Recuerdos de Moscú
No voy a hablar de Dolores Ibárruri como figura política. Tuve la suerte de tratarla en Moscú, entre los años 1959 y 1963, de manera directa, trabajando con ella varios días por semana, viéndola en su casa y haciendo con ella una serie de viajes a Italia, China, Cuba. Me queda el recuerdo imborrable de una amistad. De esa Dolores amiga querría decir algo en este momento de tristeza y recuerdo.Desde el principio me chocó el ambiente tan español que reinaba en su casa, cerca de la calle Herzen. Dolores era una abuela española un poco a la vieja usanza Le gustaba cocinar y hablar de recetas de cocina. Si se presentaba alguien por sorpresa a la hora de comer, en seguida se ponía a preparar unos huevos revueltos con tomate (al menos, es el plato que más recuerdo). Sabía muchos proverbios, aunque no abusaba de citarlos. Pero sí conservo en la memoria uno que dijo un día en su cocina sobre la manera de preparar una ensalada: para el aceite, un pródigo; para el vinagre, un avaro; para la sal, un cuerdo, y para removerla, un loco.Era demasiado severa, en mi opinión, con el nieto que vivía con ella. Le exigía que volviese a una hora excesivamente temprana para su edad. Yo discutí sobre esto alguna vez con ella. Pero, medio de broma, me insistía en que tenía que ser severa con los nietos, precisamente para ayudarles. Le gustaba coser. Se hacía ella misma, o se arreglaba, sus blusas.Tenía mucho gusto, y caprichos, sobre el arreglo de su casa. Recuerdo un día en que fui por la mañana a visitarla y me dijo que estaba muy cansada. No andaba muy bien de salud, y me preocupé. Luego, en la conversación, resultó que se había levantado a las cinco o las seis de la mañana y había estado cambiando de sitio un armario bastante pesado. Tenía cierta coquetería femenina. Le gustaba que se le dijese que le sentaba bien una blusa o un vestido. Siempre, siempre, vestía de negro. Desde luego era el color que mejor le sentaba, y sin duda ella lo sabía.
Leía muchísimo, sobre todo historia y literatura. Tenía en Moscú muchos libros españoles, y el regalo que más le alegraba era recibir algún libro llegado de España. Recuerdo su entusiasmo por Unamuno como escritor, "mi paisano", decía. Entre los escritores posteriores a la guerra tenía preferencia por Camilo José Cela, menos famoso entonces que hoy.
Sus dotes extraordinarias de oradora han impresionado a todos cuantos la han escuchado. Pero no se trataba en ella de una oratoria facilona de agitación de masas. Dolores tenía una sensibilidad artística especial para el idioma, para la lengua española. En muchísimas ocasiones tuve que trabajar con ella sobre un texto, discurso o capítulo de libro. Aparte de los problemas, o matices , de contenido, corregía el estilo según el sonido. Hay que escuchar la frase, decía. Me la repetía en alta voz, y hasta que no sonaba, no estaba satisfecha. Creo que esa capacidad suya de oír las frases desempeñaba un papel decisivo cuando subía a una tribuna. Entonces todo la acompañaba: la belleza de su figura, sus ademanes y también -y sobre todo quizá- su sentido musical de la lengua castellana.
En esa época, era poco después de la denuncia por Jruschov de los crímenes de Stalin, hablaba poco de temas soviéticos. Sí recordaba, siempre con gran admiración por el pueblo ruso, los sufrimientos de la guerra, que para ella había significado una herida terrible nunca cerrada: la pérdida de su hijo Rubén. Le gustaba contar cosas de su infancia y de sus primeros años de militancia, de las elecciones de 1936, de la liberación de los presos en la cárcel de Oviedo al triunfar el Frente Popular.
En la última etapa de mi emigración en Francia, el PCE decidió organizar un mitin en Montreuil, cerca de París, aprovechando la tolerancia de las autoridades francesas. Pero no era un mitin legal, y a Dolores se le negó el visado para entrar en Francia. Me tocó entonces organizar su paso ilegal de la frontera por Italia. Ella llegó a Roma sin saber de qué se trataba. Cenamos con Longo, entonces secretario general, ya enfermo, y con Berlinguer. Cuando expliqué el plan, Longo mostró cierta reticencia. "Esas cosas ya no se hacen, ¿y si la ponen en la cárcel?, ¿habéis pensado en su edad?". Dolores, en cambio, estaba radiante; era volver a su militancia de juventud. La condición era que no se vistiese de negro, y con un gran sombrero. Aceptó por una vez renunciar al negro y dedicó un día a comprarse la ropa. Pero cuando entré con ella, vestida de color crema y con el sombrero, en la sala de espera del aeropuerto para ir a Génova me entraron escalofríos. Tenía tal prestancia, era tan majestuosa en el andar, que todos los ojos se volvieron hacia ella. Yo pensé: ya la han reconocido y se van a dar cuenta de que quiere disimular. Pero no pasó nada. Y en el paso de la frontera, en un coche francés modesto, con un matrimonio anciano, ni le pidieron los papeles.
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