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Saber perder (y saber ganar)

Juan Luis Cebrián

Ya decía Descartes que el buen sentido es la cosa mejor distribuida del mundo, habida cuenta de que cada cual piensa estar tan bien provisto de él que nadie suele desear más del que tiene. Líbreme pues el diablo de suponer que ese buen sentido, al que Ortega llamaría pura y llanamente el sentido común, anida en mí más que en los otros, ni que sea yo más juicioso o mejor intérprete de la realidad que la pléyade de comentaristas, líderes, analistas políticos y contertulios de toda laya que han opinado en los últimos días sobre las elecciones generales. El aluvión de dictámenes que han volcado sobre la cabeza de los españoles es un regimiento, por más que esto último no sea cosa demasiado difícil. El caso es que si uno re pasa la Prensa de los últimos siete días no sale de su asombro. Las elecciones son el gran triunfo de Aznar y de Izquierda Unida, el descalabro absoluto de Suárez, el crescendo de los nacionalismos y una victoria pírrica y dramática del Gobierno, que tendrá que dar el giro social, hacer las cosas de otra manera y aprender la lección que: ha recibido en las urnas. De modo que no me extraña en absoluto que incluso ayer un periódico de Madrid publicara los resultados de una encuesta según la cual son más los españoles que piensan que los socialistas han perdido las elecciones que los que suponen que las han ganado.Ante semejantes interpretaciones no tendré otro remedio que someterme a una cura de clarividencia, pues a mí me parece que las elecciones del pasado domingo suponen, grosso modo, la inamovilidad del mapa político; es decir, la consagración del proceso normalizador que el PSOE ha presidido en este país desde hace siete años. Empezando por el propio PSOE, es bastante absurdo regatear el reconocimiento de que ha obtenido un memorable triunfo, al apuntarse por tercera vez, y a pesar de regir un sistema electoral proporcional, la mayoría absoluta. Mucho más aún si se tiene en cuenta que prácticamente la campaña de toda la oposición ha estado destinada a arrebatársela y a obligarle a gobernar en coalición o en minoría. Ya es lamentable la actitud de unos partidos que dicen presentarse como alternativa pero salen a la liza electoral no a ganar ellos, ni tampoco a evitar que lo haga el favorito, sino únicamente a procurar que no sea por goleada.

Pero el hecho de que cuando ven frustradas sus aspiraciones se limiten a dar la espalda a la realidad es la mejor explicación de por qué no logran articular esa alternativa que demandan. En la madrugada del lunes 30 yo habría esperado una felicitación de los líderes de la oposición al del partido del Gobierno por la victoria en los comicios y una oferta de colaboración leal en el Parlamento a la gobernación del país. Es una costumbre común en las democracias como en los torneos de tenis. Escuché, en cambio, únicamente descalificaciones, acusaciones de pucherazo -me temo que absolutamente gratuitas- y desvíos oníricos sobre lo sucedido. Y me preguntaba yo cómo vamos a pedir a los socialistas que sepan administrar la victoria sin arrogancias ni prepotencias cuando los demás son incapaces de hacerlo con la derrota. Y qué posible esperanza tenemos de que el PSOE sepa ganar cuando aquí todos se han mostrado tan malos perdedores.

Naturalmente, ese triunfo socialista debe ser matizado, sobre todo, por el ascenso notable -pero sólo relativamente espectacular- de Izquierda Unida. Los esfuerzos de Felipe González por identificar a esta coalición exclusivamente con el partido comunista y alejar así de ellos a un sector del electorado pueden ahora sugerir el espejismo de que efectivamente es el voto comunista, y sólo él, lo que ha generado esa subida. Cabe preguntarse, sin embargo, por la incidencia que el apoyo nada disimulado de los líderes de UGT hacia la coalición y la presencia de disidentes del socialismo en las tribunas de IU han tenido en el apoyo de una parte del electorado tradicional del PSOE a la candidatura de Anguita. Éste ha hecho, sin duda, una buena campaña, y con las ayudas descritas ha obtenido un resultado encomiable. Pero ni mejora ni iguala el que obtuvo Carrillo en las elecciones de 1979, ni permite suponer que en medio del desmoronamiento de los regímenes socialistas España se vaya a convertir ahora en la reserva espiritual del marxismo. Por lo demás, los sindicatos tienen derecho a preguntarse sobre su fuerza real, y los demás, sobre el carácter general de la huelga de hace un año. Pues no cabe duda de que Izquierda Unida, representa con nitidez el volumen del aval que la ciudadanía presta a esas posiciones. Es de esperar entonces que, obtenido el grupo parlamentario, renuncie ahora a su recurrente tentación de acudir a la calle en busca de los apoyos que no recibe en las Cortes.

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No comprendo, por último, las expresiones de júbilo del Partido Popular, que obtiene un resultado sensiblemente igual -aunque suba un escaño- al de las últimas elecciones, después de haber hecho este: invierno una amplia operación para captar al electorado democristiano. Ni participo de las, definiciones que se hacen de Aznar como de un gran líder, que son cuando menos prematuras y más fruto del deseo de algunos que de la contemplación de sus capacidades. No digo que no pueda llegar a serlo, aunque es evidente que le faltan muchas hierbas. Pienso más bien que su habilidad mayor ha sido la de lograr que no se descomponga su electorado pese a la ausencia fantasmal de Fraga y la de superar en votos en Madrid al partido socialista -que es, para mí, con lo sucedido en Barcelona, el verdadero y mayor de los descalabros marginales que el PSOE ha cosechado en esta votación.

Yo hago, pues, un análisis contable del resultado electoral sensiblemente distinto al que está en boga. Creo que estamos ante una gran victoria del PSOE, y sobre todo de Felipe González, y por eso me preocupa que el acoso de opinión al que los sectores ideologizados de la Prensa y la política están ahora sometiendo al Gobierno lleve a éste de nuevo a sumirse en el aislamiento y la arrogancia, creedor, una vez más, de que la mayoría absoluta no significa sólo el mayor número de votos, sino también la mayor cantidad de razón. Porque no van a tener más dificultades los socialistas para gobernar que las que han tenido en el pasado, ni disfruta la oposición de más esperanzas si las cosas no cambian verdaderamente en los próximos años.

Son los socialistas ahora los que tienen que demostrar que los temores de muchos a la repetición de su mayoría absoluta, basados en la tendencia al abuso que ello comporta, eran infundados. Y es la oposición la que tiene que procurar que su incapacidad para vencer en una votación en las Cortes no la lleve de nuevo a ganar la calle o las columnas de los periódicos a cualquier precio, incluso el de ese buen sentido al que antes me refería. Si las minorías, un poco más fortalecidas ahora, son capaces de reavivar el debate parlamentario y devolver a las Cortes alguna de sus teóricas virtualidades como institución, habremos avanzado un poco en eso. Pero si lo hacen apoyándose en la descalificación gratuita y en la proyección de sus sinsabores, no es seguro que el deterioro al que hemos visto sometidas la fama y la vida de la clase política no alcance al prestigio del régimen.

Finalmente, creo que una reflexión honesta sobre el sistema de representación en este país está siendo más que necesaria después de estos comicios. La existencia de Estas abiertas en el Senado no ha evitado la mayoría socialista en la Cámara, pero sí el que los dirigentes del partido pudieran decidir quién iba a ser presidente de la misma incluso antes de que fuera elegido senador. La combinación de las listas cerradas y bloqueadas con la provincia como circunscripción electoral, sumada a la normativa reglamentaria de las Cortes, han contribuido a desfigurar al máximo el carácter independiente del poder legislativo. La ausencia de los disidentes de todos los partidos en las candidaturas ya nos había avisado sobre la consagración de las baronías como forma aristocrática de gobierno. Y es obvio que la ley d'Hont supone un serio correctivo al carácter proporcional de las elecciones. La maquinaria electoral debe ser, en definitiva, revisada y engrasada. Pero sus defectos no permiten el funambulismo de la interpretación. Los españoles han decidido otorgar a los socialistas, para los cuatro años próximos, un poder amplísimo y una confianza abrumadora. Y sólo desde el reconocimiento no timorato de este hecho pueden los demás partidos instrumentar una estrategia que les permita en el futuro convertirse en verdadera alternativa de poder.

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