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Los días que no son de Difuntos

Soledad, claveles a 400 pesetas, atracos y una rutina morbosa

Lejos de las aglomeraciones de la fiesta de Todos los Santos, un día cualquiera en el cementerio de la Almudena, el visitante puede escuchar, prácticamente en solitario, el canto de los pájaros y observar el movimiento de las lagartijas buscando el sol. Las tumbas no rebosan de flores, los visitantes son escasos y una docena de claveles todavía puede comprarse por 400 pesetas, o un ramo de margaritas a 300 pesetas.

Para José Antonio Encinas, sepulturero desde los 24 años, la jornada no ha sido más agitada que cualquier otra mañana: dos entierros, una exhumación y una incineración. El enterrador luce un poblado bigote, el pelo lleno de canas y viste el uniforme del servicio de cementerio. José Antonio reconoce que su profesión no es agradable y que resulta un poco cortante enseñar su tarjeta de visita a alguien, diciendo eso tan típico de a su disposición.

Pese a los inconvenientes, el sepulturero sabe que no tiene problemas de paro, pues como él mismo dice: "Muertos hay todos los días". José Antonio comenzó en esta profesión por herencia Un pariente suyo que trabajaba en el cementerio le animó a seguir sus pasos. Él, como el protagonista de la película de Berlanga El verdugo, se resistió al principio. Se le hacía difícil. Es un trabajo duro remover sepulturas. Fue su mujer, que por entonces ya estaba embarazada del primero de sus hijos, quien le animó.

El horario de un enterrador comienza a las 7.30 y se prolonga hasta las tres de la tarde, y su tarea consiste en realizar exhumaciones, reducciones, incineraciones y entierros. Éstas no son tareas gratas. Con el tiempo ha aprendido a convivir con el dolor ajeno, aunque reconoce que todavía se le encoge el alma cuando tiene que enterrar a un niño: "Se te pone la carne de gallina", dice. Pero no todo son lágrimas en la necrópolis; con frecuencia la llegada del féretro va precedida de discusiones familiares provocadas por la herencia. José Antonio todavía recuerda cuando un pariente, transido por el dolor, soltó las velas para agredir a una mujer que asistía al mismo entierro y con la que sostenía una disputa por el legado económico del difunto.

Los accidentes pequeños también están a la orden del día. Un hombre que observaba cómo sepultaban a un pariente lanzó un grito de socorro al sentir que se le hundía el suelo a sus pies. Cuando lograron sacarle del interior de la tumba "estaba pálido como un muerto", aunque "sólo tenía unos arañazos". Pero cosas como éstas son normales. Los mismos enterradores son víctimas algunas veces de accidentes de este tipo.

Otro enterrador, con 20 años de profesión a sus espaldas, explica que después de la vida subsisten las clases: "Las tumbas son casas, los panteones palacios y los bloques de nichos, viviendas colmena".

Inseguridad ciudadana

Desde el enterrador al vendedor de flores, todos avisan al visitante de la posibilidad de que te atraquen. Todos parecen obsesionados con ese tema. El enterrador se queja de la falta de seguridad en el interior de la necrópolis. En ocasiones, los propios empleados son testigos de la inseguridad ciudadana. Una señora que llega protestando porque la han robado el bolso; otra, atacada a punta de navaja, y, quejas constantes por los hurtos en las mismas tumbas. Una mujer que lleva flores frescas para la tumba de su esposo protesta porque ha desaparecido hasta el envase de cristal que dejó en su anterior visita para sostener el ramo.No faltan tampoco los actos vandálicos. Se han dado casos de profanadores de tumbas que han llegado a sacar algún cadáver y colgarlo. Los huesos de los osarios han sido utilizados por grupos de jóvenes para la obtención de alucinógenos, y otros eligen la paz del cementerio para fumarse un canuto o ponerse un chute. Para evitar los asaltos se ha contratado un servicio de vigilantes jurados que patrulla constantemente por el interior del cementerio.

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