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El envés

Habíamos llegado a pensar que todo estaba bajo control y que en algún lugar un enorme ojo velaba por nuestras intenciones, ya fueran éstas de voto o de las otras. Incluso creíamos que ya nada era exclusivamente nuestro y que nuestras desgracias o nuestras alegrías nunca olvidarían su vocación estadística. Es difícil encontrar la pena original e intransferible; aquel sufrimiento que, de tan extraño, mueve antes a la risa que a la compasión; el pequeño drama real capaz de devaluar la mejor novela; el dolor, huérfano de dolores de catálogo.Sin embargo, estas últimas semanas alguien se perdió por el monte. Extraviarse es el primer gran miedo del niño, pero con la edad parece que el hombre y su entorno llegan a conocerse mutuamente y se recuerdan sus límites y sus códigos. Por eso, cuando sabemos que un señor ha estado perdido por los Picos de Europa durante 17 días, es como si el país creciera y la naturaleza se diera a sí misma un homenaje. Para un urbanita solitario el monte puede ser orégano o espino, pero al cabo de unas horas el caminante extraviado siente como la tierra le llama y le habita. Se sabe perdido porque es el único hombre sobre el planeta, pero al mismo tiempo se va encontrando en el nuevo paisaje que posee. En dos semanas y media hay tiempo para descubrir el envés de la postal: ni la montaña era escenario de pic-nic ni el hombre nació con zapatos y teléfono. Poco a poco la comarca se ensancha en continente, y el representante de comercio se transmuda en Mogwli, o en Robinson, o en Tarzán. Aprende a distinguir sus árboles de aquellos otros más lejanos. Sabe dónde están las bayas que comerá de postre y dónde pastan los caracoles que acabarán siendo su único ganado. Mientras tanto le han crecido raíces en los pies y desconfía de los arroyos que van a dar en la mar. La montaña no suelta a quien la ama. Por eso hay tantos troncos de árbol con cara de persona.

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