Olla podrida
Anoche la antaño famosa olla del Bernabéu metió bulla, pero su estruendo, carente de fuego y de lógica, no coció los hígados a nadie. El que antaño fuera un miedo escénico que aterrorizaba a los equipos que visitaban al Real en su guarida, se quedó atascado en los pelos de las orejas del Milan, provocando como mucho en él una cautela más entre las muchas que se gasta la prudencia futbolística italiana.El partido, peor que malo, fue un manojo de nervios alocados y desgobernados, como los que salen a relucir en esas vocingleras reyertas callejeras en las que todo, incluso las navajas, es de boquilla. Por no saber, los 22 pateadores de lujo ni siquiera mostraron conocimiento de una técnica admonitoria tan elemental como la que sirve para acoquinar sin dañar -Benito dixit- la espinilla del adversario.
Tan torpe fue el chaparrón de agresiones, que el único chillido que sonó a vivo en las gradas fue aquel inaudible que le salió a Paco Llorente al dislocarse un brazo en un resbalón. Y lo único divertido, entre tanta payasada, fue una blanca patadita al glúteo izquierdo de Van Basten, que valió una tarjeta amarilla al acariciador del preciado culo holandés y un fingido dolor inconsolable de este por la pupa trasera. Y la olla madridista rugió.
Es lo único que se oyó: rugidos feroces y a destiempo. Y para mayor inri en el Bernabéu ahora se ruge ferozmente por órdenes. A la hinchada madridista le han puesto, como en una fiesta de colegio una voz en off que le indica a golpe de altavoz lo que ha de gritar y cuando ha de hacerlo, y ella docilmente obedece y lo grita.
El asunto bordea el ridículo. En el Bernabéu se sabía rugir. Es un arte saber rugir, arte que a su vez requiere dominio de los silencios. Había en otros tiempos una hinchada educada para degustar el vaivén de un concierto de virtuosos del fútbol, hasta el punto de que por el humo del campo sabía cuando había que levantar la voz sin que nadie lo mandase.
Era una marea que tenía reglas. El que fue legendario equipo creaba, desde sus arranques en defensa, tanta claridad en el desarrollo de las jugadas, que los espectadores, identificados con los subentendidos de su equipo, subian la temperatura de su ánimo al compás del propio crecimiento del ingenioso trenzado. Y el rugido -de ahí que éste provocara auténtico miedo en el adversario- no era arbitrario, sino resultado natural del despliegue de ese ingenio. Cualquier equipo sabía que cuando la olla hervía, algo le iba a ocurrir y no bueno. Pero ayer, el griterío era gana desesperada de que el Madrid ganase y desesperación añadida por su falta de caminos para hacerlo.
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