Moderada decepción
Que la reflexión, a menudo zumbona, sobre el poder uniforma prácticamente toda la filmografía del valenciano Carles Mira es una verdad incuestionable. Desde su primer largometraje, una simpática y descarada biografía de san Vicente Ferrer, en la cual está implícita la reflexión sobre la -instrumentalización que se ha hecho de la vida del santo -y que fuera tan mal recibida por los sectores integristas en su momento, bombas incluidas-, hasta Daniya, serie de televisión que quedó reducida a película por imperativos de producción, y que muestra dos modos radicalmente distintos de administrar la cosa pública, a Mira siempre le ha preocupado no sólo quién manda -desde la dirección de un psiquiátrico hasta un imperio en manos de un rey sin descendencia-, sino los resultados de la acción de mandar.Es su cine una celebración fallera, el jocoso estruendo de la risa, la vitalidad y el desafuero. Ésa es la razón de su siempre renovada fidelidad a elencos llenos de actores no profesionales, personajes populares de los cuales saca como nadie en el cine español una frescura y una naturalidad desarmantes. Es también, salvo alguna contada excepción -Que nos quiten lo bailao, por ejemplo-, un cine que se preocupa por hacer que después de la risa queden en el aire algunos interrogantes que el público aceptará tal vez de mejor grado que si les fueran sugeridos por una película de tesis.
El rey del mambo
Dirección: Carles Mira. Guión: Maruja Torres y Carles Mira. Fotografia: Tomás Pladevall. Música: Enric Murillo. España, 1989. Intérpretes: Charo López, Magüi Mira, Pedro Diez del Corral, Kevin Garvanne, José Luis López Vázquez. Estreno en Madrid: cine Roxy A.
Pasoliniano
Algo de todo esto, muy poco por desgracia, pervive en este El rey del mambo, que el propio Mira sugiere emparentado, nada más y nada menos, con el Teorema pasoliniano: como en el filme del italiano, hay aquí un extraño que modifica, con su conducta sexual, la vida de quienes se cruzan en su camino, y hay el deseo de desmenuzar una forma de vida vinculada a la gestión del poder. Aquí termina toda semejanza, y el resto no es más que una comedia que apunta líneas de trabajo pero a la que le falta justamente la seriedad en la construcción que, contra lo que pueda parecer, es la sal y la pimienta de un género siempre difícil.No obstante, lo que apunta no es poco: la denuncia de cómo actúa el poder, en la cama y fuera de él; hipótesis de qué sucede cuando una mujer que aparentemente manda en un terreno tan conflictivo -y tan de penosa actualidad- corno es el de la gestión de una central nuclear decide tirarlo todo por la borda; la crítica bufona a la Iglesia, representada por ese sacerdote que esnifia y propicia el adulterio.
Pero no basta con apuntar. El principal defecto de la película radica en el mecanicismo con que se pretenden resolver las líneas que el guíón sugiere, de forma que todo ocurre no según un ordenamiento narrativo concreto, sino porque-tiene-que-ocurrir -la transubstanciación de López Vázquez es un buen ejemplo-, y eso es particularmente grave si se tiene en cuenta que la única baza que le queda al filme es un humor mayoritariamente centrado en cosas tan trilladas como la potencia sexual del negro, lo mal que lo hacen los ejecutivos en la cama o lo insaciables que son sus mujeres. Poco, muy poco, viniendo de un cineasta que nos tiene acostumbrados a provocaciones mucho más intencionadas e inteligentes.
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