El actor Anthony Quayle murió en Londres a los 76 años
Su última película fue 'La leyenda del santo bebedor'
El actor británico Anthony Quayle falleció el miércoles en Londres después de una breve enfermedad, el mismo día en que se rendía homenaje en la Abadía de Westminster a la memoria de otro gran actor shakesperiano, Laurence Olivier.El Festival de Venecia de 1988 fue el marco de su última aparición pública. Estaba mucho más delgado, tenía ahora el pelo completamente blanco, pero conservaba idéntica su mirada profunda y un rostro infrecuente, organizado alrededor de unos pómulos prominentes.
Acudió a la Mostra para ayudar a la promoción de La leggenda del Santo bevitore, en la adaptación que Ermanno Olmi había hecho de la obra de Joseph Roth. Amable y profesional, se sometió al ritual de las mil y una entrevistas de prensa. La película ganó el León de Oro y ya nadie se acordó de Anthony Quayle. En realidad era el típico actor que sólo valoran los profesionales.
Para el gran público simplemente era el amigo del protagonista, la sombra del héroe. En Lawrence de Arabia Peter O'Toole ocultaba tras su deslumbrante chilaba blanca a unos excelentes compañeros de reparto. En La caída del imperio romano los decorados de Bronston luchaban contra el tono fúnebre elegido por su director e intérpretes.
En Los cañones de Navarone estaba al servicio de David Niven, Gregory Peck y del numerero Anthony Quinn y, todos ellos, al de explosiones que eran el auténtico reclamo comercial del filme. En Operación Crossbow George Peppard se llevaba los laureles y en la hoy olvidada Serious charge estaba ahí para darle la alternativa a Cliff Richard.
Quayle había nacido en 1913 y tenía tras sí una larga y prestigiosa trayectoria como actor y director de teatro. Lawrence Olivier, que sabía valorar la experiencia teatral lo quiso junto a él en Hamlet en 1948. Era el debú cinematográfico de Quayle y ya se dibujaba su destino de contrafigura de los divos.
En la célebre y excelente Falso culpable, de Alfred Hitchcock su trabajo consistía en realzar el drama de Manny Balestrero, el hombre perseguido por la mala fortuna y encarnado por el rostro de Henry Fonda.
Quayle sabía que su mirada triste y honda, destilada por unos ojos pequeños casi ocultos bajo unos párpados con varios repliegues, y que la extraña forma de su cara, angulosa y redondeada, le vetaban el estrellato.
No debía importarle demasiado, porque en las plateas teatrales encontraba la vibración y reconocimiento que sólo alcanzaba a través de personas interpuestas en su labor cinematográfica. Como otros muchos grandes actores que nunca fueron protagonistas, Quayle aseguraba la credibilidad de cualquier personaje.
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