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El valor del rublo

Es normal y lógico que Gorbachov pida una tregua en el frente social para ganar tiempo, para hacer votar nuevas leyes y para sanear la situación económica. La ola de huelgas que desde primeros de este año se cierne sobre la URSS se ha convertido en una seria amenaza para el funcionamiento del país. En este sector, como en tantos otros, el legislador llega con mucho retraso con respecto a la realidad: el Soviet Supremo acaba de aprobar una ley sobre la huelga -la Constitución de Breznev ni siquiera trataba este problema-, pero los trabajadores ya están recurriendo a esta arma para defender sus intereses, como lo han hecho en el mes de julio los mineros, o como han hecho otros, por razones políticas, en los países bálticos, en Moldavia y en Transcaucasia. A falta de mecanismos mediadores, es incluso difícil saber qué sectores van a movilizarse o por qué reivindicaciones. Se sabe que los ferrocarriles, talón de Aquiles de la economía soviética, sufren desde hace algún tiempo unas perturbaciones suplementarias que pueden suponer el desabastecimiento de algunas regiones. En Moscú se teme, además, una huelga del metro, de consecuencias fácilmente imaginables, ya que esta metrópoli, de más de nueve millones de habitantes, no dispone de adecuados medios de transporte alternativos. La lista de los focos conflictivos es demasiado larga como para enumerarla por completo.Pero pretender imponer una tregua social por decreto-ley es siempre, y en todas partes, demasiado peligroso. Pues ¿qué va a hacer Gorbachov si, pese al voto del Soviet Supremo, los trabajadores continúan con las huelgas? ¿Los requisará? ¿Enviará al Ejército para sustituirlos o para forzarlos a reincorporarse al trabajo? Ninguna de estas soluciones es compatible con el espíritu y la letra de la perestroika. La experiencia de este año muestra, además, que los obreros soviéticos no aceptan de buena gana las medidas autoritarias destinadas a imponerles la disciplina de antaño. En Kouzbass, tras los primeros paros en las minas, muy parciales al comienzo, el PCUS decretó que los comunistas que participaran en ellos serían inmediatamente excluidos del partido. Este decreto no ha hecho sino exasperar los ánimos cuando, por otra parte, en el comité de huelga de Kouzbass, convertido en órgano permanente de los trabajadores, el 38% de sus componentes son comunistas a los que, evidentemente, nadie va a castigar por su actividad y por la confianza que han sabido ganarse entre los mineros. Más bien al contrario, el Pravda no ha cesado de elogiar a estos camaradas que han contribuido al desarrollo pacífico y al éxito de la gran huelga de julio de 1989. En otro país del Este, en Polonia, donde la situación económica es peor aun que en la URS S, el Gobierno de Tadeusz Mazowiecki acaba de obtener una tregua de al menos seis meses sin solicitar poderes excepcionales. Cierto que se beneficia, por un lado, de un capital de confianza del conjunto de la población -nueve de cada 10 polacos, según un reciente sondeo, creen en su capacidad para mejorar la situación- y, por otra parte, tiene un interlocutor implantado en el mundo del trabajo, que es el sindicato Solidaridad. Gorbachov carece de estas cartas, y no porque le falten ideas o popularidad. Al contrario, todos reconocen en Moscú y en otras partes que él es mucho más indispensable para

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Viene de la página anteriorel éxito de la perestroika que Mazowiecki para la reforma en Polonia. El problema de Mijail Gorbachov es que, además de estar cada vez más solo, se parece a un innovador que arrastra, encadenado, dos pesadas bolas de hierro: una, el PCUS, incapaz de renovarse, y otra, el VCSPS, esa poderosa central sindical pansoviética que carece de total credibilidad entre sus adherentes. Cabe pensar que el partido cambiará probablemente tras el próximo congreso de 1990 y que el sindicato se reformará durante los 15 meses venideros. Por eso no es casual que Gorbachov haya fijado exactamente en 15 meses la ley sobre la prohibición temporal de las huelgas.

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"El antiguo mecanismo económico no funciona, y el nuevo no arranca", declara el líder soviético con su buen sentido habitual ante el Soviet Supremo. Ahora bien, la desaparición del antiguo no se consigue simplemente desmantelando tal o cual orden administrativa: se consigue, sobre todo, haciendo desaparecer el miedo de unas gentes que, alentadas por la glasnost, superan los complejos ante el poder central o local. Aunque para eso tengan que ser, según la definición de los conservadores, muy "indisciplinadas", gentes que hacen huelgas por naderías. Lo que a mí personalmente me sorprende es que aún no hayan dejado de trabajar del todo en un país donde el Gobierno ha perdido virtualmente el control de la moneda. Hace un año, en el mercado paralelo un dólar valía tres rublos; hoy vale 15. Cierto que esto no ha tenido repercusiones en el circuito oficial, donde los precios permanecen más o menos estables. Pero este circuito es prácticamente inútil, pues apenas se encuentran bienes de consumo y, por otra parte, el tomo, la música de la vida, se mide con la economía libre, en la que el dólar es el rey. ¿Qué interés puede tener un trabajador soviético en hacer horas extraordinarias pagadas con rublos desvalorizados, es decir, por nada?

Gorbachov no puede esperar a que se resuelvan los diferentes procesos electorales, en el partido y en los Soviets, si no soluciona antes el problema clave del momento, que es el restablecimiento del valor del rublo. Y no es un problema fácil, dado que se pretende instaurar una economía socialista de mercado. Los que se niegan a la reforma monetaria en nombre de su adhesión a la teoría del mercado, oponen, de hecho, su doctrina a la realidad. Esta nueva forma de dogmatismo constituye hoy el mayor peligro para la perestroika. La ley antihuelga no arreglará el problema si no se bloquea antes el mecanismo que engendra una inflación a la que los soviéticos no están acostumbrados y que es intolerable.

Traducción: José Manuel Revuelta.

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