La memoria y los indultos
Acaba de producirse en Argentina lo tan anunciado, tantas veces prorrogado, y finalmente decidido por el poder Ejecutivo. Se ha iniciado el proceso de cancelación por decreto de la memoria histórica, al sancionarse un elevado número de indultos para miembros de las fuerzas armadas y de organizaciones guerrilleras, acusados o condenados por gravísimos delitos contra la vida, la integridad física, la libertad y la propiedad de miles de personas; todos ellos, acusados o criminal: mente responsables de la masacre que ensombreció al país durante una cruenta década. También están incluidos en ese beneficio los máximos culpables de haber llevado a la nación a la guerra más inicua y suicida que podría pensarse; como, igualmente, los autores de verdaderas sublevaciones castrenses durante el tramo de Gobierno democrático encabezado por Raúl Alfonsín.Parecería que todos esos hechos, simplemente enunciados, poseen en cualquier sociedad una suficiente energía como para pulverizar todo orden social. Así lo pensaron en su momento los integrantes de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep) que investigaron aquellas atrocidades: del mismo modo lo hicieron los fiscales que acusaron ejerciendo la acción pública, y finalmente los tribunales que procesaron a unos o condenaron a otros, incluida la Corte Suprema de Justicia. Pero ya no caben reproches o críticas para la actividad jurisdiccional por la mayor o menor lenidad de sus decisiones o por la hipócrita conducta de los jueces, los cuales, condenando o absolviendo, parecieron olvidar entonces a quiénes debían sus cargos, pues, confirmados en ellos por el Gobierno constitucional de Alfonsín, habían sido designados durante la dictadura por los que luego enjuiciaron.
Ello, así pues, restaurada la democracia en diciembre de 1983, el Gobierno legítimo, los poderes públicos y, en general, toda la clase política, iniciaron una marcha hacia atrás mediante una retahíla de cesiones y concesiones a los principales responsables de la masacre que se coronó con las tristemente célebres leyes de punto final y obediencia debida. Este comportamiento permitió un rearme estratégico de los poderes fácticos, de siempre influyentes en los procesos políticos argentinos, y, fue minando por una parte el discurso ético que cimentaba la legitimidad del Gobierno radical, mientras, por la otra, ha dado pie a la alegada opinión de que es imprescindible el perdón para alcanzar la reconciliación y la convivencia pacífica entre los argentinos. Éste parece ser el fundamento de los indultos que acaba de firmar el presidente Menem.
Y ahora sí hay que entrar en la naturaleza y el sentido de tales indultos. En efecto, el indulto es, según la Constitución argentina, una facultad que tiene el presidente de la República, absolutamente diferente de las que posee el poder Judicial, mediante la cual se extingue la pena impuesta o se disminuye ésta por razones de oportunidad. Por tanto, es un acto de poder, de Gobierno, no reglado, que responde a razones netamente políticas sin constituir una injerencia del Ejecutivo en la jurisdicción. Mediante el indulto -que no podría dictarse colectivamente- se perdona la pena, pero no la condenación, subsistiendo, en consecuencia, el delito. Existe una vasta discusión acerca de si esta facultad presidencial puede emplearse antes de una sentencia firme condenatoria; es decir, si puede indultarse a procesados que no han sido aún condenados (éste es el caso de muchos beneficiados por la medida del presidente Menem), pues, de aplicarse en tales supuestos, o sea, sin haberse determinado todavía la culpabilidad del imputado, podría afectarse la presunción de inocencia que todo acusado goza hasta la condena.
Ahora bien, sabido es que muchos de los militares beneficiados (y otros que pueden serlo en el futuro: Videla, etcétera) han manifestado que un indulto los ofendería, pues ellos insisten en haber actuado correctamente, y antes bien reclaman que se reivindique su heroísmo (en la guerra sucia, en las Malvinas, o en las sublevaciones de Villa Martelli, Monte Caseros, etcétera). En consecuencia, existe la posibilidad de que los indultados no se llamen a silencio, tanto en el pleno de las medidas presidenciales (rechazándolas jurisdiccionalmente) como en el de sus actuaciones posteriores. Al no estar arrepentidos por actos que los jueces argentinos consideraron como "atroces y aberrantes", el indulto los agravia.
De este modo, y así de sencillo, en lugar de solucionar la cuestión militar y cerrar las heridas, la decisión presidencial las reabre y permite el rearme de un poder castrense altamente peligroso. Por un lado, una respuesta militar agresiva puede hacer perder la iniciativa política al Gobierno constitucional, toda vez que los belicosos ex comandantes están en condiciones de recoger consenso en sectores sociales de peso. De hecho, no debe olvidarse a muchos personajes y protagonistas del poder financiero que antaño estuvieron estrechamente vinculados con el modelo militar y hoy se manifiestan decididos impulsores del proyecto impulsado por las multinacionales que orientan la política económica del tándem Menem-Rapanelli, entre todos los cuales no hay que olvidar el poderoso influjo de la jerarquía católica. Por otro lado, como lo dije no hace mucho (véase EL PAÍS del 3 de septiembre pasado), la fusión de la clase militar que se concretaría con el perdón para los indiscIplinados (fundamentalistas, carapintadas, etcétera), otorgaría a las fuerzas armadas una presencia cohesionada en el firmamento de las corporaciones con elevado poder fáctico en Argentina.
En resumen, el proceso iniciado con estos indultos, que en verdad no es más que la continuación de las concesiones hechas por la democracia a quienes la aborrecen, no ayudará mucho a su consolidación. Dicho esto, vaya una última reflexión relativa a la utilización de una medida que tanto pretende borrar de la memoria histórica de todo un pueblo lo que supuso el exterminio y la tortura, como confirma que en Argentina existen muchos individuos que pueden atentar contra la vida, la integridad y los bienes de las personas sin que les alcancen las leyes de la República, pues cuentan para ello con el amparo de los poderes públicos que, por decreto, sancionan su perdón. ¿No son éstas violaciones de ciertas garantías, como la del debido proceso y de igualdad frente a la ley, que configuran el Estado de derecho?
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