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A bordo de la 'caravana del éxodo'

Una interminable caravana de refugiados cruza velozmente Austria hasta la RFA

Policías húngaros con ceñidos pantalones y chaquetas de cuero azul despejan enérgicamente el camino, con sirenas y a 120 kilómetros por hora, a la caravana de autobuses en los que miles de refugiados de Alemania Oriental viajan hacia un futuro libre, pero incierto. El último gesto amistoso de la Hungría oficial hacia sus hermanos de la República Democrática Alemana (RDA) fue enviarles policías en motocicietas para escoltar a la caravana del éxodo a lo largo de los 130 kilómetros que separan Zanka de Sopron, en la frontera con Austria.En los autobuses reina un aire de fiesta. Por fin llegó la hora cero para los 1.500 refugiados alemanes orientales que esperan en el campamento de Zanka, junto al lago Balatón. Son parte de los miles de ciudadanos de la RDA que ayer abandonaron Hungría, tras una larga y angustiosa espera, para viajar al Occidente de sus sueños una vez que Budapest decidiera el domingo permitir el libre paso de refugiados hacia la República Federal de Alemania (RFA), vía Austria.

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La Cruz Roja austriaca envió al campamento de Zanka a 120 voluntarios y a 30 enfermeras para apoyar uno de los mayores éxodos a Occidente en un solo día desde la II Guerra Mundial. Sesenta autobuses fueron fletados desde Austria a Budapest y a Zanka para transportar en el menor espacio de tiempo a la mayor cantidad posible de refugiados.

El último día en Zanka, explica Andrea, una joven bibliotecaria, "fue eterno". Andrea decidió viajar sola a Hungría para reencontrarse con su novio, que vive en el Reino Unido y a quien no ve desde hace tres años. Ella, como centenares de otros jóvenes refugiados de la RDA, derrocharon ayer impaciencia en las amplias praderas de Zanka, esperando, desde las siete de la mañana hasta el mediodía, la llegada de los autobuses procedentes de Viena.

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Dejar la patria es duro

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Al despuntar el alba en el campo de Zanka quedan prácticamente sólo refugiados menores de 25 años, ya que los mayores, que disponían de vehículos propios, decidieron salir a partir de las cero horas del lunes en una caravana interminable.

Andrea, nacida en Dresden, dejó en la RDA a sus padres y dos hermanas. Lo único que tenía claro era que no sería repatriada. Pero, dice, "la sola idea de habernos quedado aquí por más de una semana nos desesperaba". Su mayor alegría: "Cuando nos anunciaron que desde la medianoche del domingo la frontera se abriría para nosotros". También le alegró llamar por teléfono a su novio epistolar al Reino Unido. La entristecen, afirma, "todos los puentes que se han quebrado en mi camino". Dice que dejar "la patria es duro" y que si la RDA hubiera "dado un vuelco como Polonia o Hungría, me hubiera quedado allá".

Su relato es interrumpido por anuncios en los altavoces. Se distribuye una bolsa con la merienda: tres paquetes de galletas y dos latas de Coca Cola, que se consumen rápidamente. Hace calor junto al lago Balaton, por primera vez después de varios días fríos.

Mientras más de 1.000 refugiados siguen tendidos en las praderas, los autobuses ponen en marcha sus ruidosos motores. El comandante de la Cruz Roja da la orden de subir a los vehículos. Familias con niños a la izquierda; jóvenes y adultos solos, a la derecha.

Está a punto de comenzar el viaje non stop a la República Federal de Alemania. Se siente un júbilo exagerado e ingenuo. Andrea no se deja contagiar por los que piensan que "viajan al paraíso". "Sé que va a ser duro y sé también que bajo los puentes de Hamburgo ya viven varios mendigos de la RDA". Se refiere a los nuevos alemanes que no han visto cumplidos sus sueños en Alemania Occidental.

Los autobuses son cargados con las pocas pertenencias que los refugiados trajeron de casa. Todos están sentados cuando por fin se da la orden de partida por walkie-talkie, desde el autobus número 1 al número 30. Afuera de las rejas de Zanka, muchos toman fotos de este éxodo organizado. La policía húngara se despide de los viajeros con notorias expresiones de simpatía.

Durante los casi 130 kilómetros hasta la frontera, los coches que viajan en dirección contraria saludan a los autobuses con cambios de luces; campesinos del lugar se han apostado en las aceras y hacen el signo de la victoria. Las señales de tráfico han sido tapadas con flechas que indican la dirección hacia la RFA.

En nuestro autobús, un viejo voluntario de la Cruz Roja vestido con su uniforme gris le explica la ruta a los alemanes que llegarán hasta Freilassing: "Pasaremos por la ciudad de Karajan". "¿Qué Karajan?" "El músico, el músico de Salzburgo".

El lago Balaton va quedando atrás con los últimos bañistas del verano. La frontera está cada vez más cerca. Algunos llevan en sus manos como un fetiche preciado el nuevo pasaporte extendido por Alemania Occidental. "Mírelo, está nuevecito. Hasta salgo sonriente en la foto", dice Andrea, orgullosa. Saca de su cartera el antiguo, de la RDA, más pequeño y de cartón azul: "Aquí, hasta en la foto tengo expresión triste".

Amistades verdaderas

Armin, un cocinero de Magdeburg, se sienta junto a Andrea. Ellos, como muchos otros, han estrenado una amistad que en una situación como ésta se hace "verdadera". Era el jefe de cocina del comedor de una empresa estatal y está seguro de que encontrará un puesto en algún lugar de Baviera: "Lo bueno es que comer siempre es necesarío".

Armin no está especialmente politizado y explica los motivos de su emigración porque el "80% de los aparatos de la cocina no funcionaban. Toda la institución estaba kaput". Dice que trató de "cambiar las cosas". Habló con el director de la empresa y, según él, no logró renovar los servicios higiénicos del lugar, que tenían 40 años y se desbordaban. "Teníamos que cla,usurarlos una vez a la semana, y cuando llegaba alguna visita al comedor, tenía que ir a otros lugares". Él viaja solo, al igual que Andrea, porque tuvo temor de divulgar su aventura.

En grupos y en parejas

Pero en la mayoría de los casos, viajan en grupos o son parejas. Como un matrimonio que se casó hace 14 días para huir juntos. Ambos tienen 20 años; él estudíaba Sociología y ella, Medicina en Berlín Este. Ella se lamenta por los que dejaron atrás. Se extraña ante la pregunta de si tiene alguien en su familia que sea funcionario o militante del partido. "¿Comunista?, ¿comunista?; no, ninguno que yo sepa". Espera seguir sus estudios de Medicina en Alemania Occidental. "Allí la vida me dará las posibilidades y seré yo quien decida, no el Estado. En la RDA se nos trata a todos como a niños sin uso de razón".

La conversación en el autobús es sobresaltada. Distraen los saludos a la caravana. Preocupa la presencia de informantes. El estudiante de Sociología afirma que entre ellos hay "varios agentes". "Igual que en la RDA, en cada colectivo de trabajo hay uno que cuenta todo y, recibe doble sueldo". ¿Cómo reconocerlos? "Por su actitud de aburrimiento general y por la mirada concentrada que a veces tienen observando a otras personas".

Cuenta que en la universidad intentó formar una "especie de oposición". La idea, según relata, "floreció al comienzo, pero cuando llegaba el momento de la acción, de hacer algo en un lugar y una hora concreta, no aparecía nadie. Nos han educado para tener miedo". Dice que las pocas actividades que desarrollaba fuera de las aulas estaban "totalmente controladas; hasta si querías hacer una fiesta tenías que pedir permiso".

Para él tampoco los motivos materiales jugaron un papel clave en su partida. Allí, en la RDA, al contrario de otros países socialistas, hay "mucha carne, alcohol y, además se recibe la televisión de la RFA, y esto es, para muchos, suficiente". Para él no lo fue y lo que más echaba de menos eran las actividades recreativas. "Si quieres hacer un deporte o entrenarte, no puedes. Esto está reservado sólo para la élite de los deportistas que son seleccionados en la escuela cuando sólo tienen 6 años".

En la frontera

Faltan dos kilómetros para llegar a la frontera. En los rostros nerviosos, una risa reprimida. Algunos se muerden los labios preocupados; otros, desconocidos y conocidos, se abrazan al terminar esta experiencia común en Hungría. La enfermera de toca blanca reparte sonriente chocolate. Los soldados húngaros en el puesto fronterizo hacen parar la caravana. Hablan brevemente con el encargado de la Cruz Roja, se dan unos golpecitos de hombro y permiten al convoy seguir su camino. En el autobús un silencio largo, seguido de una aplauso al cruzar la frontera.

En territorio austriaco pasan lentamente por el campo de refugiados de Klingenbach, donde en semanas anteriores fueron recibidos cientos de germano-orientales que cruzaron la frontera ilegalmente. Apenas hay movimiento en el refugio. En su interior hay dos checoslovacos y dos rumanos que se atrevieron a cruzar la frontera verde que separa Hungría de Austría. Ellos son sólo algunos de los miembros de la creciente ola de fugas ilegales de otros refugiados de Europa del Este que, a diferencia de los de la RDA, no tienen a donde ir.

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