Una burguesia procaz
Un psicodrama. Los tres hermanos y la hermana se reúnen con la madre en torno al padre, que celebra su cumpleaños: viejo, enfermo, pero enterizo. Entre todos se cuentan sus miserias de triunfadores, se descubren los entramados turbios de sus infancias y sus vidas. Así lo hacía Priestley. Pero Priestley era un socialista de los años cuarenta -fabiano, moralista-; era duro, sacaba culpabilidades, trataba de describir una sociedad: era más de hoy mismo.
La familia
La cinta dorada
De María Manuela Reina. Intérpretes: María Luisa Merlo, Elvira Travesi, Luis Prendes, Pedro Civera, Ramón Oliveros, Jaime Blanch. Escenografía de Amadeo Sans. Dirección: Ángel García Moreno. Teatro Marquina. Madrid, 5 de septiembre.
María Manuela Reina va más bien, o parece deducirse de la obra, no demasiado clara, por el sentido de la indulgencia y de la final cohesión donde todos perdonan y comprenden a todos, incluso mediante algún engaño: el sentido positivo de la familia.El objeto principal de este psicodrama es un suceso lejano, que durante 25 años ha obsesionado a todos: quién violó a la hermana, que tenía 14 años, y si en realidad fue violada o consentidora. Parte del secreto la sabremos los espectadores: fue uno de los hermanos. Pero nunca sabremos cuál, ni cómo realmente sucedió.
Hay cosas ante las cuales una comedia burguesa tiene que contenerse. Al padre moribundo se le contará una historia inverosímil, que él desea creer. Se supone que esto es poético y bello y que alienta el poder de la familia para taparse a sí misma y para dar por cumplida una voluntad del padre: que todos fuesen triunfadores, los primeros en todo, en romper la cinta dorada de las carreras. No han resultado mal: uno es obispo; el otro, astrofísico en Cambridge; el tercero, financiero, y la hija tiene, al parecer, un floreciente negocio internacional de prostitución.
De aquí se deducen segundas acciones: la eterna disputa entre la fe y la ciencia -el astrofísico repite: cifras y datos de manual, incesante y pesadamente, para negar al obispo- y un leve toque de feminismo, porque el padre no cuidó, a la niña como a los varones, o quizá por la historia de la violación lejana, que perturbó sus sueños durante el resto de su vida.
En nada de esto se profundiza o se plantean situaciones nuevas o inteligentes; son esquemas antiguos de comportamiento y algunas frases de autor que se ponen en boca del astrofísico -ateo, cornudo y borracho-, del que luego, en un largo, reiterado epílogo de esos de las obras que se niegan a terminar, se sabrá que se suicidó. Justo castigo a su falta de fe. Salvo alguna de estas frases, el diálogo no tiene interés. Está repleto de procacidades. Una parte del teatro de hoy se alimenta de procacidades y ya no asombran, pero sí dentro de una familia burguesa y de una obra con planteamiento y resultados burgueses: parecen puestas para que la obra sea moderna y también, como se dice en los medios de este género, fuerte, con su incesto, sus adulterios, sus ateísmos.
Discordancias
Lo procaz es muy difícil de usar con brillo: aquí parece, más bien, discordancias. Como todo está construido con torpeza -personajes que se cuentan unos a otros lo que ya saben para que se entere el público, reiteraciones o vueltas sobre los mismos temas, longitudes innecesarias- no se puede evitar que los actores, incluso algunos que tienen acreditada su flexibilidad, aparezcan envarados, tiesos, declamatorios.El director, Ángel García Moreno, no consigue sacarlos de ahí porque el texto se lo impide. Y se limita a añadir algún que otro tic teatral.
Un público muy selecto acudió al estreno: ovacionó en los oscuros y alguna frase, rió otras que le parecían irónicas y aclamó a María Manuela Reina, visiblemente apurada y nerviosa por el trance, que pronunció unas palabras de agradecimiento.
Babelia
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