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Tribuna:
Tribuna
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¡Argentina toca fondo!

El presente proceso de deterioro que arrastra al país hacia la ruina económica y el caos moral puede llegar a consumarse cuando se exima de responsabilidad criminal y disciplinaria a los militares condenados, los que se hallan bajo proceso y los que se sublevaron reiteradamente durante el Gobierno de Alfonsín. En ese momento se habrá consolidado el proyecto hegemónico que reiteradamente se ha intentado imponer en Argentina.¿Pero de verdad Argentina ha tocado ya fondo? Una exclamación y una pregunta que corresponden a expresiones de distintos observadores de la realidad de un país que, ha entrado en un proceso del que parece muy difícil salir. En efecto, quien se ponga a valorar los datos que provienen de la vida cotidiana más cruda no puede menos que atormentarse y lanzar un desesperado grito de angustia. Se trata de un país que no hace mucho más de 60 años estaba considerado en el séptimo lugar entre los más desarrollados del planeta y hoy se ve arrastrado por la hiperinflación hacia la ruina económica y el marasmo moral. Una sociedad civil desarbolada y un Estado en subasta

A este punto, no es prudente discutir si todo se debe a la ineficacia del último Gobierno radical o si éste fue incapaz de remontar la pesada herencia que le dejaron las dictaduras militares. Este debate tendrá que posponerse. No se trata, por tanto, de encontrar culpables en este momento. En todo caso, ésa es una búsqueda que, de una parte, no haría más que ubicar a la República Argentina en el cuadro de todos los países latinoamericanos sometidos de forma obscena al más cruel expolio por los países centrales del sistema capitalista y en especial por el imperio del norte; de otra parte, semejante búsqueda nos hundiría aún más en el vano enfrentamiento de las antiguas rencillas domésticas: el puerto de Buenos Aires contra el interior, los conservadores contra los radícales, la oligarquía contra el movimiento popular, los nacionalistas contra los liberales, los peronistas contra los gorilas, los azules contra los colorados (facciones militares de la década de los sesenta.), la enseñanza laica contra la libre, el autoritarismo contra la democracia, las corporaciones contra los partidos políticos, etcétera.

Sin embargo, y pese a que todos estos enfrentamientos son los desencadenantes de este período -el más grave de la historia nacional-, yo no pienso que Argentina haya tocado fondo todavía. Y por supuesto que lo mío no es una presunción con apoyo en el forzado cambio de velocidad que parece querer imprimir Carlos S. Menem y su Gobierno. Debo confesar que estoy muy lejos de vaticinar éxito a la profunda inversión de marcha del antiguo proyecto peronista; el tránsito del modelo "nacional y popular" al plan de las grandes corporaciones -comandadas por Bunge & Born y la jerarquía católicame parece no sólo oprobioso para las grandes mayorías que viven actualmente bajo el límite de la pobreza (precisamente quienes dieron su voto a la opción de Menem por la justicia social y la "revolución productiva"), las cuales deben soportar toda la carga de este nuevo y descomunal esfuerzo a que se las obliga, sino que dicho plan me trae asimismo serias dudas de que a la postre redunde en beneficio para el país. La drástica y veloz restricción del área estatal que comienza a ponerse en práctica puede encubrir un feroz desapoderamiento de los centros clave del aparato productivo, lo cual puede todavía facilitarse con la manifestada voluntad del Gobierno de pagar la deuda externa. Pero, a este respecto, el hecho de que algunos países latinoamericanos, sobre la base de un aumento de sus productos interiores brutos o de previsiones de crecimiento (lo que hoy Argentina no está en condiciones de asegurar), hayan acordado sustanciosas reducciones de su deuda externa no excluye la calidad especuladora de quienes fueron sus prestatarios, la naturaleza inmoral de los préstamos y la en tidad usuraria de los intereses. Datos todos estos que no pueden soslayarse por meras razones de oportunidad.

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No se puede evitar entonces el ser por lo menos cauto a la

hora de calcular las posibilidades de la estrategia económica

puesta en marcha por el Gobierno justicialista. Pero tampoco se

puede evitar caer en subjetivismos cuando quienes tienen a su

cargo el asesoramiento (Alsogaray) y la ejecución (Rapanelli) de

dicha estrategia son los que tradicionalmente han ejercido

como voceros de las políticas entreguistas y autoritarias o

como factótums de las multinacionales que han controlado el

comercio exterior argentino.

Mi hipótesis de que Argentina no ha tocado, sin embargo, fondo todavía -aunque ello podría ocurrir en cualquier momento- radica en el profundo contenido ético que le asigno a ciertas actitudes o decisiones que todavía están presentes en el imaginario colectivo. Aludo al resultado de uno de los enfrentamientos que intencionadamente no incluí entre los mencionados antes: el de los violadores contra quienes siempre reclamaron por la protección de los derechos humanos fundamentales.

Durante más de cinco años de Gobierno democrático, encabezado por Raúl Alfonsín, reiteradamente y por diversos medios me he manifestado contra las cesiones y concesiones que fueron jalonando el retroceso en el tratamiento de la cuestión militar. Muchas veces me permití recordar que lo que fue un histórico triunfo electoral el 30 de octubre de 1983 se había elaborado sobre el mensaje ético que el candidato radical fue emitiendo en su campaña. Apenas asumido el gobierno, se adoptaron ciertas resoluciones que permitieron creer en una confirmación de tal mensaje; fueron los procesamientos de los jerarcas militares como de los jefes del movimiento guerrillero, todos los cuales habían sumido al país durante una década en un baño de sangre, los que permitieron suponerlo así. Sin embargo, a poco comenzó a verificarse un cambio de estrategia, manifestado en diversos frentes; dos de ellos francamente retrógrados, como lo fueron el jurisdiccional (con ambiguas o leves condenas) y el de la legislación (con verdaderos saltos hacia atrás), todo lo cual fue permitiendo el rearme de la soberbia castrense y la construcción de un discurso jurídico del olvido (véase EL PAI S de 30 dejunio de 1988). Mientras tanto, el movimiento por los derechos humanos -las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, etcétera-, pese a los vituperios, las injurias y hasta las calumnias que incluso les deparaban sectores de la clase política, fueron señalando la necesidad de conservar la memoria de lo ocurrido; cualquier intervención para cancelarla no haría más que profundizar la brecha que había separado a dos partes de la sociedad argentina -la de los violadores (y sus apoyos) frente a quienes reclamaban por la protección de los derechos humanos fundamentales- y extender la mancha que cubriría a toda ella. Hoy creo que es legítimo preguntarse cuánto de más grave hubiera ocurrido contra la democracia en estos últimos cinco años si la estrategia del Estado democrático y de derecho no hubiera retrocedido en la cuestión militar como lo ha venido haciendo en todo este tiempo.

Mas ahora nos encontramos frente a una decisión que parece ya tomada. Diferentes anuncios del ministro de Defensa, Italo Lúder (quien, por rara coincidencia, como presidente ad intérim en el Gobierno de Isabel M. de Perón, fue el firmante de un cuestionado decreto mediante el cual se dio orden al Ejército de aniquilar a la subversión"), y manifestaciones del propio presidente Menem hacen saber que de inmediato se adoptarán las medidas por las cuales los integrantes de las juntas militares entre 1976 y 1981 hoy condenados, los 18 generales y dos almirantes bajo proceso y los jefes fundamentalistas que se sublevaron en varias ocasiones y pusieron en peligro la estabilidad institucional (seguramente arrastrarán también las condenas por la guerra de las Malvinas) van a ser eximidos de toda responsabilidad criminal y disciplinaría. Lógicamente, ello ocurrirá mediante diversas soluciones legales cuyas naturalezas jurídicas ya no interesan a este punto, habida cuenta de los retorcimientos efectuados sobre categorías y principios del derecho penal y procesal en el momento de sanción de las leyes de puntofinal y obediencia debida.

Si de verdad las noticias se confirman, se habrá consumado el mayor fraude a la memoria colectiva de un pueblo. El deseo de justicia respecto a los genocidas, torturadores y golpistas habrá sido definitivamente frustrado, lo cual no queda disculpado por el hecho de que las leyes antes mencionadas suponían una cancelación de los efectos jurídicos de las violaciones de derechos humanos, es decir, una amnistía encubierta (como viene a decir Lúder). En este sentido, tanto radícales como peronistas, es decir, casi toda la clase política -salvo honrosas excepciones- incurren en el mismo fraude.

Sí esto ocurre, entonces la clase militar argentina quedaría otra vez fusionada, sin fisuras y, como corporación al igual que las demás, con fuerte predominio en el sistema de poderes fácticos, no constitucional. De este modo, el proyecto hegemónico que ya pretendió imponerse con el golpe de Estado de 28 de junio de 1966 (presidente Onganía, ministro de Economía Krieger Vasena) y que se reiteró con el cruento golpe de 24 de marzo de 1976 (presidente Videla, ministro de Economía Martínez de Hoz), puede ahora imponerse mediante la legitimación democrática del Gobierno Justicialísta (presidente Menem, ministro de Economía Rapanelli) como forma de salvación nacional.

En este momento será entonces cuando Argentina haya tocado fondo de verdad. Éste es el contenido sustancial de los reclamos que en estos días es tán formulando al presidente Menem las organizaciones defensoras de los derechos humanos y éstas son las actitudes que robustecen mi hipótesis.

Roberto Bergalli es profesor de la facultad de Derecho de la universidad de Barcelona.

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