Del oído, de la técnica
Las veladas de mayor lujo del Festival de Salzburgo se alcanzan en las representaciones líricas, hasta el punto que en el Baile de máscaras no se sabía a ciencia cierta si dicho baile tenía lugar en el escenario del Festspielhaus o en la calle que da a su fachada principal. Tal era el desfile tanto de vestuario del público como de los Rolls y Mercedes con que acudían. Este lujo exterior exige otro análogo en la escena, algo que se da tanto en Tosca como en Baile de máscaras.
Schneider-Siemssen ha diseñado unos decorados monumentales para la primera. La supuesta iglesia de San Andrea della Valle entra en el escenario a tamaño natural, y la Victoria de Sant'Angelo duplica la original. En ese mismo inmenso escenario, y ocupándolo por entero, se sitúa el despacho de Scarpia.
Festival de Salzburgo
Óperas y recitales varios: Tosca, Baile de máscaras y Pollini. Del 21 al 25 de agosto.
Busse maneja tal materia prima con acierto y crea un espectáculo en el que estéticamente todo funciona. El balance es musicalmente inferior. Prête, que ha llevado la obra al disco, no logra hacer sonar la Filarmónica de Viena con su calidad habitual, hasta el extremo de caer en desajustes evidentes en la introducción al tercer acto. El Scarpia de James Morris reúne condiciones, y la Tosca de la Tomowa-Sintow posee intención e impronta dramática, aunque al no ser los medios vocales los idóneos para el papel, exagera o se queda corta en ocasiones. Lo realmente negativo de la producción recae en Peter Dvorsky, tenor de fama y para muchos el sucesor de los grandes de hoy. Si bien posee una voz de belleza indiscutible y fácil agudo, se trata de uno de esos casos en los que se lanza a un cantante al estrellato sin haberle dado tiempo a aprender el indispensable solfeo. Porque Dvorsky aparenta cantar de oído, sin saber medir. No es un músico, y su dominio del italiano es lo suficientemente limitado como para que su interpretación resulte convincente. Escuchar a Plácido Domingo tras los Martinucci, Bonisolli o Dvorsky es un puro placer. Domingo es uno de los poquísimos tenores de nuestros días, si no el único, que hubiera ocupado un puesto de privilegio en la era de los Corelli, Di Stefano, Mónaco o Bergonzi. Y ello a pesar de que El baile de máscaras en sus dos primeros cuadros no se adecua por su ligereza a su actual etapa, y ni siquiera vivió una de esas noches vocales deslumbrantes como en la Fedora madrileña. Sin embargo, su E scherzo, e folia alcanzó lo magistral, y tanto su aria final como la escena de la muerte fueron resueltas con el timbre de terciopelo, la técnica y la musicalidad que nadie como él posee. Leo Lucci desarrolló un Renato de mayor cantidad que calidad vocal, Sumi Jo eludió cantar el Óscar con su acertada actuación escénica, Florence Quivar impuso una Ulrica de tintes excesivamente sopraniles y Josephine Barstow quedó claramente fuera de papel por absoluta inadecuación vocal. Gustav Kuhn hizo lo que buenamente pudo sustituyendo a Karajan, mientras que Schlesinger y Dudley crearon un espectáculo poco meditado y de flojos resultados.
Si en Domingo se dan técnica y musicalidad, otro tanto sucedió en el recital de Maurizio Pollini, con un programa de difícil aceptación para cualquier público, y más aún para el de Salzburgo, compuesto por breves piezas de Brahms, Schönberg y Stockhausen en la primera parte, para concluir con Beethoven. Algo debe de suceder para que quien toca de memoria la imposible Hammerklavier no sea capaz de aprenderse unas piezas de apenas cinco minutos, como las de Stockhausen. El público reaccionó tosiendo, y Pollini continuó tocando mientras miraba hacia los oyentes impertinentes. Con la segunda parte llegó la reconciliación a través de una obra que nadie se atreve a tocar, la Sonata opus 106 de Beethoven. Un prodigio de complejidad interpretativa que ningún otro pianista puede abordar hoy con los resultados increíbles del italiano.
Babelia
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