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¡El español cansado de serlo!

El fenómeno se va haciendo visible, aunque casi nadie se decida a admitirlo: muchos españoles se sienten fatigados de serlo. Inclinación no exactamente nueva, pero ahora acentuada en manifestaciones discordantes. Américo Castro, con tanta inteligencia, preocupado por discernir en qué consiste "ser español", hablaba de los que "se resisten a serlo". Pero lo que acontece en la actualidad es cosa muy distinta, va mucho más allá y proviene de bastante más lejos que de las cercanas propuestas y refriegas políticas. La política suele moverse con menos originalidad y en espacios más estrechos de lo que se piensa. Los políticos acostumbran servir a, y valerse de, las corrientes históricas, sociales, etcétera, en las que les toca desenvolverse. Cuando así no acontece, surgen los héroes, con el significado que les dio Carlyle, de prodigiosos dominadores de la historia, o los grandes revolucionarios.Pero dejémonos de simplificaciones didácticas, por mucho que se estilen, y enfrentemos los acaeceres sintomáticos que nos asaltan en cada momento. ¿Se ha vuelto a escuchar por estas tierras, no aventuremos la posibilidad de oírla mundo adelante, la presuntuosa expresión: "¡Yo, que me siento orgulloso de ser español!"? Verdad es que la frase sonaba, en ocasiones, a recurso de consolación, aunque menos empachoso que la apelación a los colores de la bandera como expediente popularizador de cantares zarzueleros.

¡Quizá procederes como ésos, y otros semejantes, ejemplifiquen a los precarios refugios del español aburrido de representar el papel del altivo apaleado y grita cosas como ésas para convencerse de que no ha llegado todavía el instante de su capitulación! Cierto era que, por si acaso, cuando tenía que moverse por países ajenos, abolía jactancias y altiveces, y hasta llegaba a aceptar las imputaciones y fraseología de los adversarios. Como si, abrumado por un pretérito extenuador, prefiriera admitir la argumentación de los contrarios a enzarzarse en azarosas polémicas.

Bien están las meditaciones autocríticas, pero resulta exagerado sentirse un proscrito y culpable de cinco siglos de historia, poblados, como en otras partes, de esplendores y miserias, que, al fin y al cabo, fueron determinantes de que seamos como somos. Con derroche de medios, y de segundas intenciones, va a celebrarse otro centenario del arribo de las tres carabelas a tierras americanas. No caben dudas en que iba siendo hora de concluir con los retóricos excesos de autocomplacencia, vicio muy extendido en diversas actividades del vivir nacional; pero no menos peligros y falseamientos pueden derivarse de los revoltijos palabreros esgrimidos como enmiendas de visiones pasadas.

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El español parece desconcertado por el alud de propuestas y discursos contradictorios, inmerso en el hastío; pero, por lo que se ve, no se arrepiente de sus reconocidas flaquezas; verbigracia, de sus excesos temperamentales. Ahí está la recurrente fanfarria de la leyenda negra como complemento de contriciones, preparando el conocido papel del aguafiestas con vistas a los actos conmemorativos del quinto centenario de aquel auroral 12 de octubre. Nuestros intrépidos antepasados redujeron su acción americana, según se denuncia, a montar un redomado genocidio. Poco eficaz, por lo que se advierte al corretear por los campos y ciudades al sur del río Grande. Documentación viva que excluye el recurso a engañosas y manipuladas estadísticas y encuestas.

No suele haber indicios de estricta malevolencia en los peninsulares que se unen a los coros denigratorios de nuestro pasado. Ni tampoco el simple dejarse arrebatar por los vientos desmitificadores. Se abjura de la España heroica probablemente por causa de un continuo guerrear sin compensaciones tangibles. Convocado, en la fuga de los siglos, para empresas utópicas y mesiánicas aventuras, se contempla cercado por un patético vacío como compensación de los esfuerzos extenuantes.

Conste que cuanto llevo indicado se mueve en el arriesgado terreno de las presunciones. Porque, si bien se mira, los españoles de hoy no deberían quejarse de los niveles de vida alcanzados en los últimos decenios ni de nuestras presencias ultrapirenaicas. Un brillante compatriota, valga como muestra, dirige la Unesco; y pasando de la órbita disciplinadamente cultural a la del deporte, otro polifacético español preside con universales asentimientos el Comité Olímpico Internacional, y una joven tenista logra triunfos espectaculares. Y en la compleja edificación de la nueva Europa, España acaba de presidir la CE.

Con menos motivos, el español podría vociferar el orgullo de serlo. Pero el castizo Juan español, por lo que se escucha, suspira y hasta sangra por otros registros, con frecuencia obedeciendo a efusiones y disconformidades poco explicadas y explicables. Acaso sea que, pese a reniegos e invectivas, sigue dominado por una ardiente y misteriosa vocación por lo quimérico; ansioso, aunque le cueste reconocerlo, de tornar a vivirse protagonista de renovados libros de caballerías. Y su cansancio de ser español quizá obedezca a que el declive de sus ensueños reavive las brasas de la tan traída y llevada cólera del español sentado, con tanta puntillosidad definida por nuestro clásico clarividente.

El antiguo sentimiento del patriotismo romántico, que alimentara el nacionalismo jacobino, con rebrotes trágicos y aldeanos en esta arriscada Celtiberia, parece andar de capa caída. La realidad de una Europa convivente y comunitaria ilumina los horizontes de los más conscientes europeos. Las planificadas premoniciones del conde Condenhave Kalergi, que suscribieran con olfato de perspicaces lebreles Eugenio d'Ors y Ortega y Gasset, van materializándose con evidencias en marcha.

Bien pudiera ser que al español disconforme con seguirlo siendo, añorante, colérico o desconcertado y siempre excesivo, no le plazca lo que no acaba de comprender, y se revuelva con desgarro contra el zodiaco de ilusiones imposibles. Y como en una reconquista de iracundias atávicas, se pliegue a representar, con monótonas reminiscencias, el drama castizo y popular de la maté porque era mía.

José María Alfaro ex embajador de España, escritor y periodista.

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