Verano y fuga
Miles de ciudadanos de Alemania Oriental aprovechan las 'vacaciones' para escapar a Occidente
ENVIADA ESPECIAL Tony, un técnico de maquinaria pesada de 22 años, decidió escapar de la República Democrática Alemana (RDA) cuando tenía 15 años. Y ese día tan esperado llegó. Se despidió de Eisenach, lugar en e que nació y donde su padre llegó a ser secretario general del partido. A su familia no le comunicó sus planes de fuga. "Creo que me habrían denunciado". Para no levantar sospechas, pidió sólo un documento de identidad para ir de vacaciones a Checoslovaquia. Desde allí pasó a Hungría en autoestop, caminando, en bicicleta -que le facilitaron lugareños- y nadando. Logró dormir de cuando en cuando camuflado en los bosques.
El rostro de Tony refleja agotamiento. Deambula desconcertado por las afueras de la ciudad húngara de Sopron. A pocos kilómetros de Austria, esta localidad se ha convertido en el punto de partida para miles de refugiados de la RDA que han salido por las rutas de escape hacia la "libertad y el oxígeno", dice el joven.En Sopron y sus alrededores se respira un ambiente conspirador. Se calcula que 1.500 alemanes de la RDA esperan allí hasta encontrar el mejor camino para huir. Tony se pasea por el atestado camping de suelo polvoriento en busca de compañeros para emprender la fuga.
La desconfianza es el sentimiento imperante. Todos temen que haya infiltrados. Un funcionario del partido que está también de vacaciones en Hungría declara a gritos a los periodistas que él no es una "rata", que vuelve a la RDA "porque mi patria es mi patria, mala o buena, y no podría cambiarla por nada".
Compañeros de huida
Tony entabla conversación con una pareja de la RDA. Ellos tienen estigmatizados en sus rostros el nerviosismo y el miedo. Ambos, de 43 años, eran profesores de música en una escuela secundaria. Se ven aún jóvenes y tostados por el sol que tomaron en las orillas del lago Balatón, donde estaban de vacaciones.La pareja sale del camping dejando abandonados su equipaje y la tienda. Junto al joven hijo del secretario del partido, se acercan en el auto a la frontera. Se bajan los tres, abandonan el vehículo y se encuentran al costado del camino con un chófer de autobuses austriaco con quien habían pactado antes para que les guiara por la ruta de escape. El conductor lo hace "gratis cuando no tienen dinero" y por 6.000 pesetas "si han logrado traer algo".
Comienzan a alejarse de la vía principal en dirección a un extendido bosque. Caminan encogidos para no ser vistos por las patrullas húngaras que rastrean el lugar. Queda la huella movible y serpenteante entre los árboles.
Termina el bosque y comienza una cantera de piedra. No hay cómo esconderse. Bordean corriendo la cantera hasta llegar a un llano. Lejos, se divisa un jeep verde. Es una patrulla en espera del relevo, que se realiza a las siete de la tarde. El encuentro es ignorado por ambas partes.
Empieza un nuevo bosque frondoso, antiguo. Se chorrea sudor y las picaduras de los mosquitos, que les siguen en el trayecto, irritan. Tiemblan las piernas de cansancio. La respiración se hace sonora y desigual. Salen del bosque y, como si el juego de niños terminara ahí, se encuentran frente a frente de lo que queda del telón de acero. Uno a uno preguntan, como si no creyeran o no entendieran al guía austriaco:"¿Aquí, aquí ya es Austria?". "Sí. ¿No ve el cartel que cuelga en ese árbol: 'Bienvenidos a Austria. Fin del peligro. Nosotros ayudamos'?". En silencio, van pasando a "tierra libre".
En la frontera legal que separa Austria de Hungría hay unos 50 autos de europeos occidentales esperando para entrar en Sopron. Los soldados magiares verifican pasaportes y equipajes. Parsimoniosos y lentos. En dirección contraria se acercan, en caravana y a 20 kilómetros por hora, unos 40 automóviles con matrícula de la RDA. Todos sonríen y se ven relajados. Los húngaros aún no han reaccionado.
"No hay problema"
De pronto, a 10 metros del puesto policial, comienzan a estacionar los autos en el arcén y salen todos lentamente, y por el costado de la aduana, donde comienzan los pastizales, empiezan a correr. Toda la operación desde que aparcaron hasta que ya se encontraban en suelo astriaco duró cuatro minutos. Son 200 y han escapado por la vía más original, frente a las narices de todos. Los húngaros los vieron tarde o no los quisieron ver. La policía no quiere contestar preguntas, pero uno de los jefes sonríe y dice: "No hay problema, no hay problema".En la pequeña ciudad de Mörbisch, de sólo 2.200 habitantes, se espera a los refugiados. La Cruz Roja instaló allí un campo para atenderlos con un hospital móvil. Ya son las diez de la noche. Se amontona la gente frente a la improvisada instalación. Tony escogió unas zapatillas y vaqueros, que había a montones en cajas a disposición de los recién llegados. Mira sus nuevas prendas con una sonrisa acariciante y balbucea algo, pero no le sale el habla.
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