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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

50 años después

LA FOTOGRAFÍA de un Stalin sonriente brindando con Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de la Alemania nazi, tras firmar ambos un pacto de amistad y no agresión, conmovió hace 50 años a la conciencia antifascista del mundo. Fue el 23 de agosto de 1939, y a la sorpresa inicial siguió la indignación de las fuerzas de izquierda, ante las que Stalin se había presentado hasta entonces como el campeón de la lucha contra el fascismo. Es cierto que el Reino Unido y Francia habían dado motivo, con sus concesiones, para que Moscú dudase de su voluntad de hacer frente a las agresiones nazis. Pero cuando esos países se inclinaban hacia una posición más enérgica, el giro dado por Stalin asestaba un golpe terrible a la causa democrática. A los pocos días, Hitler pudo lanzar su agresión contra Polonia con la tranquilidad de no tener en el Este un segundo frente que defender.Pero no sólo hubo el pacto; se firmó también un protocolo secreto repartiendo zonas de influencia en Europa oriental: Alemania ocuparía la mayor parte de Polonia, mientras la URSS tendría las manos libres para apoderarse de una franja oriental de Polonia, de las repúblicas bálticas de Estonia, Lituania y Letonia, entonces independientes, y de Moldavia, que pertenecía a Rumanía. El protocolo se conoció en Occidente al término de la Segunda Guerra Mundial, al analizarse los archivos del Ministerio de Exteriores alemán. Pero la URSS se ha negado hasta ahora a reconocer su existencia, con lo cual ha podido justificar el pacto de 1939 como una maniobra para ganar tiempo y ocultar los objetivos expansionistas de Stalin.Por eso, en el marco de la revisión histórica que acompaña a la perestroika, ha habido una batalla encarnizada en torno a la autenticidad del protocolo secreto. Finalmente, sin embargo, y tras el dictamen de una comisión de historiadores, un órgano oficial del PCUS ha publicado el texto completo del protocolo secreto, admitiendo su veracidad. Gorbachov ha tenido una actitud valiente al facilitar el éxito de los radicales en este debate. No es frecuente que un Estado acepte una revisión tan profunda de tesis que sirven de fundamento al trazado de sus fronteras y a su propia estructura. Reconocer el protocolo secreto implica poner sobre el tapete graves problemas de Estado con repercusiones en la esfera exterior e interior. Con Polonia no es probable que surjan dificultades: es satisfactorio para ella que la URSS asuma hoy las injusticias cometidas por Stalin. En cuanto al problema fronterizo propiamente dicho, lo que perdió en el este ha sido compensado por el retorno de Silesia, y nadie desea en Polonia que se reabra la discusión sobre sus fronteras.

En cambio, en las repúblicas bálticas el problema reviste una actualidad candente. Al final de la Segunda Guerra Mundial, el papel de la URSS en la derrota del hitlerismo determinó que los aliados aceptasen la posición de Stalin y ni siquiera hablasen de los países bálticos. Pero hoy el reconocimiento del protocolo secreto supone enterrar la tesis de que Estonia, Letonia y Lituania se incorporaron voluntariamente a la URSS en 1940. Los movimientos nacionales de esas repúblicas obtienen con ello un argumento de enorme fuerza en apoyo de sus demandas, si bien no parece que vayan a plantear su separación de la URSS. Predomina entre los dirigentes bálticos una actitud realista basada en lograr, mediante compromisos con Gorbachov, los máximos avances en el camino del autogobierno. Han dado ya pasos serios en ese sentido, pero las resistencias de conservadores y centralistas son muy fuertes. La perestroika avanza en ese frente por el filo de la navaja, rodeada de amenazas.

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