Aniversario en Praga
EN ESTE 21º aniversario de la primavera reformista de 1968, miles de jóvenes se concentraron en diversas encrucijadas de la ciudad de Praga para proclamar, a despecho de la masiva presencia de fuerzas policiales, sus aspiraciones a vivir en libertad. El hecho resulta particularmente significativo si se tiene en cuenta que las principales organizaciones de la oposición, teme rosas de una represión brutal, se habían abstenido de convocatorias masivas. Con todo, lo principal no ha sido el número de manifestantes, sino el hecho de que el conjunto de la ciudadanía haya tomado conciencia de que los avances democráticos de Polonia y Hungría tienen que afectar también a Checoslovaquia. Los gritos de Viva Polonia, Viva Hungría, mezclados con Viva la libertad, han dado un sello nuevo a esta conmemoración de los acontecimientos de 1968. Una conmemoración que este año no se ha limitado a la reivindicación nostálgica del pasado, sino que se ha cargado de objetivos plenamente actuales. De ahí el temor del Gobierno, expresado en sus advertencias a la población y el despliegue de enormes contingentes represivos por las calles con orden de actuar sin contemplaciones. Ello no es sino el reflejo de la debilidad política de la burocracia que sigue dirigiendo el país. Al sustituir a Husak por Jakes al frente del partido -dejando al primero como jefe del Estado-, la dirección comunista checoslovaca esperaba mitigar y controlar, mediante medidas económicas, los efectos de una perestroika que, desde Moscú, empezaba a sacudir al mundo socialista. Esa salida de circunstancias hubiese sido viable con una reforma a ritmo lento. Pero no ha ocurrido así. Acontecimientos como -por referirnos únicamente a la URSS- las elecciones al Congreso de Diputados, el debate público en su seno o la glasnost en la Prensa ponen de relieve el anacronismo del sistema político que perdura en Praga. Y no digamos si se le compara con el nuevo Gobierno de Varsovia y con los cambios en el Partido Comunista Húngaro.
Otro hecho agrava la situación de la dirección checoslovaca: el debate que se ha abierto en el mundo socialista sobre la intervención militar del Pacto de Varsovia en 1968 para eliminar a Dubceck. En Hungría y Polonia, ese debate ha conducido a una autocrítica por la participación de sus respectivas fuerzas armadas en la acción militar decidida por Breznev. En declaraciones oficiales de ambos parlamentos -y del partido comunista en el caso húngaro- se habla del grave error cometido entonces al violar la independencia de un aliado. Estas declaraciones han provocado una reacción brutal de Jakes y su equipo. La razón es obvia: su poder dimana directamente de la invasión soviética. Sus argumentos resultan sencillamente grotescos: consideran que esas declaraciones constituyen una inaceptable "injerencia en asuntos internos", dando por descontado que la invasión -"ayuda fraternal"- no lo fue. Casi parece una broma.
Este debate sobre 1968 tiene un significado muy actual. La URSS proclama que ha enterrado la doctrina de Breznev sobre la "soberanía limitada" de los países socialistas. La consecuencia lógica debe ser condenar la invasión de 1968, realizada en nombre de esa doctrina. Pero Gorbachov se ha abstenido de franquear ese paso. Ello se debería, según algunos de sus asesores, a su deseo de evitar un choque con el Gobierno checoslovaco en unos momentos en los que los conservadores refuerzan su lucha contra la perestroika en la propia Unión Soviética. Pero se trata de un argumento escasamente convincente: el Gobierno de Praga sólo ha sabido responder con represión a las esperanzas de democratización de la sociedad. Esa represión confirma la orientación cerril y dogmática de un equipo cuya única esperanza estriba en que fracase la perestroika. Ello debería incitar a Gorbachov a adoptar una actitud más clara, reconociendo de una vez la injusticia de la intervención militar de 1968.
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