El ritual
Yo no entiendo de toros, ni de los animales en sí mismos, aunque me parecen de gran belleza, ni de su lidia y muerte. No soy aficionado pero tampoco milito entre los enardecidos adversarios de la fiesta. Digamos que la contemplo con el mismo talante -a veces acuerdo, a veces disgusto- con que ya observo casi todo. Pienso que si no milito en tareas más trascendentales por qué lo voy a hacer en la cruzada en pro de los toros o en la contracruzada de los antitaurinos de por aquí y Europa.Ésta es una necesaria declaración de principios. Es cuestión tan peleona, es como llevar el carné de identidad en la boca. Lo de afirmar que se puede ser aficionado a los toros y no a las corridas de toros también es otra explicación necesaria. Como empezar con declaraciones enrevesadas que superen el me gustan o no me gustan los toros, que recuerda algo que me han contado -yo no estaba presente y todas las dudas son aceptadas, como las tarjetas de crédito- sobre una dama española que ocupa con frecuencia las páginas de ciertas revistas por su amores profusos y difusos. La cual, preguntada de improviso en una conversación sobre sus hombres y otras cuestiones paralelas: "¿Te gustan los toros?", respondió entre distraída y cautelosa: "He visto alguno muy guapo, pero gustarme...".
Lo que debo reconocer en cambio es que me fascina el mundo que se crea en torno a las corridas de toros. Ahora estamos en lo que se llama la Semana Grande de Bilbao y el mundo de los toros se revuelve. En el hall del hotel donde se centra la afición se puede ver a grandes apasionados, a mejores conversadores, a algunos críticos, a comentaristas de coloquios que siguen a cada festejo, al mundo a veces claro y otras oscuro que rodea un negocio tan difícilmente ajustable a normas como es el del toreo. Un mundo que además de su estética brillante -que reconozco- mueve en torno suyo algunos millones, ciertas influencias y oscuras pasiones. Aunque esto de las oscuras pasiones quizá sea una influencia directa de Carmen no depurada por la realidad.
El inundo de la fiesta, a ojos de observador que no conoce las interioridades, a las que unos quitan todo misterio y de las que otros me hablan como de mundos cruzados de violencias contenidas y sobres abultados, sí me encandila. Me contagian la pasión: la seguridad de que esa tarde puede ser memorable en sus vidas, las esperanzas, las discusiones, la fe tremenda en su torero, que cada uno de los grandes aficionados traslada como si llevara encima y dentro una capilla portátil a su dios pagano. No suelo verles al regreso, aunque alguna vez me gustaría escuchar los comentarios de los mismos a los que oí alguna palabra anterior a la celebración. Porque la fiesta taurina es una celebración, como imagino que se habrá dicho varios miles de veces más entre lo mucho que se ha escrito sobre ella. Y luego están las versiones de cada crítico o experto sobre la tarde en general y su torero en particular. Y además sobrenadan, en las conversaciones las filias y las fobias; a veces inflamadas, a veces insidiosas.
El mundo del toro -así creo que se llama, pero si de algo lo ignoro todo es del mundo del toro exactamente, de qué opina él de los toreros, la fiesta, los aficionados y los pasodobles- me resulta apasionante, porque además suele reunirse, ritualmente, en torno a unas cañas de fino. Que es a lo que soy verdaderamente aficionado.
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