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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ricos y pobres

CON LA autocomplacencia que otorga la constatación de la buena salud relativa de las principales economías del mundo, la celebración de la decimoquinta cumbre de jefes de Estado o de Gobierno del grupo de los siete (EE UU, Japón, Alemania Occidental, Reino Unido, Francia, Canadá e Italia), en el París que conmemora el bicentenario de la Revolución de 1789, se ha permitido la cesión de protagonismo al ambiente escénico en que esta reunión ha tenido lugar.La dimensión específicamente monetaria y cambiaría en que se habían concretado los intentos de coordinación de las políticas económicas de esos siete países en las últimas cumbres, sin estar resueltos, no constituyen hoy un foco de perturbaciones tan intensas como en años anteriores. En su lugar, la agenda de esta reunión ha incorporado puntos aparentemente más distanciados de la gestión económica inmediata y específica de estos países. La contribución a la apertura económica de los países de Europa del Este y la fuerte condena de la represión en China son quizá los principales exponentes de la atipicidad de las conclusiones de esta cumbre.

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La presencia en París de máximos mandatarios de algunos de los países más pobres del mundo ha completado ese escenario conciliar con que el presidente francés ha querido rodear las celebraciones del segundo centenario de la Revolución Francesa. El celo de los anfitriones por garantizar ante todo la armonía en el seno del grupo de los siete ha sacrificado, sin embargo, las expectativas originalmente estimuladas por el propio Mitterrand, de relanzamiento del diálogo Norte-Sur en torno a algunos de los asuntos que se preveían centrales en la agenda de la cumbre: la situación de la deuda externa de los países del Tercer Mundo y el deterioro del sistema ecológico mundial.

El tratamiento, por primera vez en estas cumbres, de los problemas del medio ambiente, aunque no exento de electoralismo, se presentaba tanto más sugerente cuanto más próximo fuera su tratamiento a la situación de penuria económica en que están sumidos algunos de los países sobre los que radican las reservas naturales consideradas garantía de ese sistema ecológico. La vinculación entre el tipo de soluciones que se han arbitrado para el problema de la deuda externa de esos países, y más genéricamente la validez del modelo occidental de desarrollo que trata de imponerse, son aspectos íntimamente ligados a esas recientes preocupaciones ecologistas de los líderes de los países más industrializados. En muchos de los países eufemísticamente considerados en vías de desarrollo, la vía más rápida de generación de ingresos en divisas sigue pasando por la explotación de espacios naturales en usos productivos ciertamente alejados de la función de reserva ambiental que hasta hace pocos años mantenía.

Esa necesidad de encontrar mecanismos que compatibilicen la salida de la crisis endémica en que esos países subdesarrollados están sumidos con la preservación de sus más valiosos activos es la que ha dotado de protagonismo a las consideraciones realizadas en la denominada contracumbre, encuentro de los siete países más pobres, que simbólicamente trata de contestar desde 1984 los cónclaves de los más ricos. Independientemente del carácter más o menos testimonial de estos encuentros alternativos, o de la extracción política de sus animadores, la base sobre la que se asientan parece ganar en justificación en tanta mayor medida cuanto más explícitas son las consecuencias del creciente dualismo con que se asimilan las rentas de estos seis últimos años de crecimiento ininterrumpido en Occidente. Una situación que según pasa el tiempo se hace más traumática, por lo que es razonable que este tipo de cumbres aborde con seriedad y realismo en sus futuras ediciones el desafilo que supone la reducción de ese peligroso abismo apenas contemplado por los grandes en este París festivo.

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