Muerte y cloacas
LA SENTENCIA promulgada el viernes en La Habana contra los cuatro principales responsables de la lla mada conexión cubana del narcotráfico abre definiti vamente la puerta al fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y otros importantes dirigentes del régimen cubano, cuya vida sólo depende ahora de la clemen cia de Fidel Castro. Recientemente, refiriéndonos a Estados Unidos, expresábamos (EL PAIS del 2 de julio) un total rechazo a la aberrante existencia de la pena de muerte, una especie de abyecta venganza social que aún pervive en no pocos países -capitalistas y comunistas, superdes arrollados y subdesarrollados- y por cuya desaparición deben abogar todos los seres humanos. Ahora que otras vidas humanas están en peligro en un régimen bien distinto del norteamericano, es un momento oportuno para recordar que el rechazo a la pena de muerte debe ser frontal, ausente de ideologías y sin fisuras.Pero el caso cubano ofrece además motivo para otras reflexiones en torno a lo que se ha denominado el aparato del Estado. Todos los acusados -y condenados- ocupaban lugares de privilegio en el escalafón político o militar de La Habana, habían participado en guerras públicas o guerrillas ocultas y disfrutaban de una consideración social preeminente. Ninguno carecía de amistades y contertulios en los centros de poder de la nación, lo que les permitió compartir mesa y mantel con los más altos mandatarios cubanos.
Es cierto que los regímenes comunistas facilitan enormemente la expansión de los servicios secretos en todo el tejido social, protegidos por un manto de silencio que nadie que guste de una existencia normalizada se atreve a desvelar. El cerco ordenado por Estados Unidos contra Cuba, y los mil y un intentos de desestabilización del régimen de La Habana emprendidos por la CIA, incluido entre ellos el del asesinato de Fidel Castro, explican la existencia de esos departamentos del Ministerio del Interior cubano cuya finalidad era la de romper el bloqueo, empleando para ello métodos heterodoxos, pero que posiblemente no fueran peores que los utilizados por sus equivalentes norteamericanos para impedirlos. Pero entre estos canales ha aparecido ante el potente foco de la opinión pública la utilización de la red internacional de la droga. Acusación una y mil veces utilizada por Estados Unidos, siempre negada con vehemencia por Fidel Castro, que ahora ha tenido que adirtitir la cruda realidad de que tales prácticas se desarrollaban ante sus propias barbas por compañeros de uniforme y amigos de tantas conversaciones.
El límite de lo conocido y lo desconocido por los hermanos Castro -con Raúl triunfante tras la crisis, con sus principales hombres de confianza en los lugares más relevantes del aparato estatal- quizá se convierta en uno de los secretos mejor guardados del régimen castrista. Habrá que aguardar aún un tiempo hasta ver qué pasos sigue el desarrollo de esta sorprendente conexión cubana con el cártel de Medellin y otros conocidos delincuentes internacionales. Este límite entre lo conocido y lo desconocido por los dirigentes políticos es el punto de reflexión que cualquier observador ha de tener en cuenta cuando se habla de servicios secretos. De ahí que la inevitabilidad del tránsito por ciertas cloacas, hecha no hace mucho por algún político más cercano a Madrid que al Caribe, produzca escalofríos a quienes desconfían de la necesidad de que tales desagües existan. No basta con no preguntar. El ejercicio honesto del poder obliga al control de dichas cloacas con mano de hierro. Si no se hace así, la sangre mancha todas las manos.
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