En la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
Conturbado con las salvajes ejecuciones de estudiantes en China, salí de mi casa para ingresar como miembro de honor en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Y verdaderamente que fue alegre y luminosa mi entrada en ella. Y no porque luciera yo un frac, un bello frac negro con dos caídas alas de vencejo centradas por una tersa camisa blanca, con un cuello en el que se posaba por corbata un pajarito negro, no. La verdad es que me caía bien todo el traje, volviéndome de una juvenil elegancia sonriente, un nuevo académico sin edad, no tanto como Manuel Rivera Hernández, que fue, con el presidente Federico Sopeña, el alma de mi ingreso en ese bellísimo palacio, que yo conocía desde mis 18 años, y había frecuentado antes que Dalí, cuando era profesor de ropaje Julio Romero de Torres y Moreno Carbonero director.El principal acontecimiento de aquel acto era que Su Majestad la reina doña Sofía iba a presidirlo, entregándome el diploma y la medalla de académico. En un momento dado, a las doce en punto de la mañana, alguien anunció, gritando fuerte, desde la puerta del fondo de la sala en donde se encontraba ya apretada la gente: ¡La Reina! Y entró, alta, fuerte, bella y rubia Su Majestad la reina doña Sofía, avanzando sola hasta la mesa del estrado, en donde habían de sentarse luego el ministro Jorge Semprún, el presidente Federico Sopeña y otros académicos... Entonces descendieron para llevarme al puesto de mi discurso Miguel Rodríguez Acosta y Manuel Rivera, hallándose ya sentados cerca de mí todos los académicos. Después de pedir la venia a Su Majestad, me dispuse a comenzar mi discurso (cuya bella edición fue patrocinada por al empresa Amper, de la que es director mi gran amigo Antonio López), que pronuncié sentado (por culpa de mi conocido accidente): La palabra y el signo. Yo, que me ,precio de no equivocarme casi nunca, lo hice varias veces, por culpa de mis gafas, que de cuando en cuando se me desprendían. Confieso que estuve a punto de soltar varios tacos, pensando en que la Reina lo comprendería, perdonándomelos. Comencé evocando mi entrada por primera vez en el Museo del Prado: "¡Dios mío! Yo tenía, / pinares en los ojos y alta mar todavía, / con un dolor de playas de amor en un costado, / cuando entré al cielo abierto del Museo del Prado".
Luego conté en mi discurso cómo corrí al Casón de la calle de Felipe IV para hacer academias, aprender a dibujar, copiando desde la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo y la de Médicis, hasta aquellas cabezas romanas, entre las que se destacaba la de Séneca, el cordobés, que parecía una rata, contando luego mi entrada en el Museo del Prado para copiar un San Francisco muerto atribuido a Zurbarán, hablando de la llegada de Daniel Vázquez Díaz a Madrid, de mi amistad con él, de mis primeros cuadros que expuse en el Salón de Otoño del Retiro y de la caricatura que hicieron a uno de ellos de vanguardia, titulado Nocturno ritmico de la ciudad, que decía: "Este nocturno rítmico, de día, es una descomposición de la sandía", cosa que a la Reina le divirtió, esbozando una larga sonrisa. Mi discurso continuó, mientras las gafas me lo interceptaban haciéndome equivocar y sonreír a la reina Sofía por mis clarísimos gestos de mal humor. Hablé de Tiziano, de Rubens, recitando fragmentos de mis poemas dedicados a ellos. Luego dije mi poema dedicado a Jerónimo Bosch, el Bosco, pintor incluido en el infierno en que vivía Felipe II, que divirtió mucho a la Reina, y terminé con mi poema a Goya, en el que suprimí, cortésmente, aquello de y la borbón esperpenticia / con su borbón esperpenticio, terminando mi conferencia pidiendo ser nombrado cicerone de la Academia para explicar especialmente a los gigantescos monjes de Zurbarán y a esos Goyas tan altos para el éxtasis como la Tirana y las escenas carnavalescas, a los que ensalzaría ante la gente que visitase las maravillas de esos dos pintores que ocupan tan extraordinarios puestos en las salas de la Academia de San Fernando. Al terminar mi discurso dediqué a Su Majestad esta pequeña estrofa: "Y gracias Majestad, / por habernos traído en este día, / bajo vuestra tranquila y rubia claridad, / tan clara compañía".
El académico Manuel Rivera, levantándose de su asiento, me dedicó un discurso lleno de claridad y gracia andaluza, que la sabe poner en todo cuanto habla, dándome la bienvenida a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, haciendo un recorrido de mi vida como discípulo de Vázquez Díaz, como copista en el Museo del Prado, amigo del matrimonio Delaunay y autor de una Virgen que pinté para García Lorca, apareciéndose sobre un olivo de la Vega de Granada. Manuel Rivera terminó su emocionado discurso diciéndome: "Acabas de solicitar de esta cooperación que te permita ser cicerone en el museo de esta Academia. Te concedemos llenos de gozo este puesto para que desde él puedas dar de nuevo tu palabra a la pintura. Esta Real Academia de Bellas Artes de San Fernando abre sus nobles y antiguas puertas para ti".
Después del discurso de Rivera, Miguel Rodríguez Acosta y él se acercaron a la Reina Sofía para ayudarme a colgarme sobre los hombros el collar con la medalla de académico. Con una larga sonrisa afectuosa entregó a los dos académicos el collar para que me lo pusieran. Todo el acto había sido enternecedor y deslumbrante. Yo quedé profundamente lleno de emoción y agradecimiento. Vuelto a mi casa, escribí para Su Majestad la reina doña Sofía este soneto, con el que quiero terminar este, nuevo capítulo de mi Arboleda perdida.
Si yo fuera monárquico,señora,
con cuánto honor, con cuánta gallardía,
con permiso del Rey, os llamaría la de altos hombros, cimbreada aurora.
Después, fuerte señora, ¿qué os diría
de ese cabello que a la mar colora de ondas rubias, que tanto me enamora, con permiso del Rey, y besaría?
Al fin de tan ceñido y resonado,
con permiso del Rey, verso puro,
para la Reina y fuerte alta Sofia,
mi corazón azul tras ella a nado,
con cuánto honor, con cuánta gallardia,
si yo fuera monárquico, os lo juro,
con permiso del Rey, os seguiría.
Copyright Rafael Alberti.
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